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¿Cómo? ¿que ya soy un hombre?...

En esa búsqueda del sueño, su mente voló y voló hasta aquellos años en los que dejó de ser niña para ser mujer. Volvió a acordarse del episodio aquel en que su propio cuerpo se lo dio a entender. Recordó cómo fue Ambrosio quien le explicó por primera vez, que lo que le ocurrió formaba parte del círculo de la vida, y que lejos de ser algo malo ni signo de enfermedad alguna, era todo lo contrario, un aviso de la naturaleza que contaba con ella como instrumento de vida y seguro de continuidad. Recordó también cómo su marido, poco tiempo más tarde que ella, abandonaba la niñez ante sus ojos y de su mano comenzaban una nueva etapa en la que con el paso de los días, meses y años aún sentirían con más profundidad ese sentimiento de fusión que les dio el poder conocerse tan bien mediante unión física. Si sus mentes firmaban ese consenso espiritual, la unión de sus cuerpos rubricaban ese entendimiento de una forma completa y total.

Y fue aquella tarde, casi al final del verano, y no recordando ella de cierto con que edad. Sí la situaba, año arriba año abajo alrededor de sus doce o trece primaveras, cuando después de haber disfrutado de una agradable tarde de baño en el río, en su rincón inexplorado donde no les veía nadie, donde podían ejercer de Adán y Eva con toda libertad, tanta como naturalidad había en ellos y en sus acciones, cuando descubrió el gérmen de la vida.

Liando, aunque ya sin mucho convencimiento, había participado tres días antes en la que fue su última Mojá. La ganó pero con mucho esfuerzo, había sido ese día de competición comarcal, con participantes venidos al pueblo de otros lugares y pedanías con motivo de la fiesta del “pan borracho”, una costumbre ya desaparecida en El Villar, donde los vecinos ofrecían al visitante y entre ellos mismos, varias modalidades de pan mojado en vino y donde el secreto estaba en el aderezo final. En unas, el punto lo ponía el pan, en otras el vino, pero en casi todas era el azúcar, la canela, el limón o la fruta lo que daba el toque especial. Ni que decir tenía, que aquel día todos se erigían en expertos catadores y de entre tantos, algunos caían vencidos por el efecto del alcohol del dulce manjar, tan vencidos, que alguno de ellos veía la luz del día siguiente en el mismo lugar de la plaza donde les había tumbado el último bocado a eso de la media noche. Dicen que comiendo pan con pan es comida de tontos, pero vino con vino debía ser fino, porque si bien el pan aquel llevaba su buena dosis de tintorro, en la mano libre que quedaba al coger el “cantero”, no faltaba nunca el vaso del chateo, circunstancia que ayudaba al catador, después de muchos tanteos a las variantes, para remontar el último vuelo antes de caer redondo en aquel o este escalón o en este o aquel poyato a dormir el tablón al sereno.

Entre cata y cata en el pueblo se quiso volver a instaurar y ya de forma oficial, la Mojá a nivel incluso intercomarcal, y allí acudieron mocetes de Villavieja, Fuentecangrejos, Valdecubillos, Medina, Torresflamencas, Valdetruchas, Villatortas, Valdemedina, Casalaburra y el Corral de los Pardos, todo un elenco de los mejores pililas del Conejal y otras comarcas. Una gran parte de ellos superaban a Liando en edad.

El cabrero y Paquita habían estado preparando a fondo su participación en aquella Mojá. Entrenaron apenas sin descanso, Liando, durante tres días no bebió otra cosa que no fuese la famosa “flor”. Paquita no se despegaba de él ni un solo momento y cada vez que el cabrero sentía la necesidad, salían corriendo hacia alguna zona donde le fuese fácil a ella medir el alcance del esfuerzo del zagal. Cómo es fácil de entender, no en cualquier situación ni lugar, se podía disponer de la vara. Los chicos improvisaron con una cuerda una vara enrollable o algo parecido, sobre la cuerda hicieron marcas con tinta de la de marcar borregos, a la misma distancia que las había en la vara reglamentaria. Paquita medía cada vez que el chaval dejaba fuera el resultado de la flor, las marcas conseguidas, las mejores hasta el momento, y la compañera apuntaba en una hoja del cuadernillo de la escuela el resultado de cada meada, la progresión en el entrenamiento. Eran un equipo y así estaba establecido que, varón por natural el tirador y mujer por cortesía la juez y medida. De igual forma que Paca le exigía todo lo exigible a su compañero en cada intento, en cada disparo y para ello hay que decir que dirigiendo al tirador no había nadie como ella, también cuidaba del arma como si en su propio cuerpo estuviese, revisándola muy a fondo después de cada disparo, comprobando que no se viese ningún tipo de alteración o enrojecimiento, tratando el miembro de su amigo con una delicadeza que tan sólo unas manos como aquellas, y ese saber de Paca podía hacerlo, saber que le vino de Agustina, quien le enseñó todos los secretos sobre la Mojá, y del propio Venancio, merecido ganador de todas las competiciones en las que intervino.

—¡Paquita hija! —le decía Agustina—, has de vigilame bien al Liandico, que sabes que tié que ganar, me lo remiras del to después de cada meá, que ya te enseñao hacelo, que primero por fuera has de vela y aluego echando la piel patrás me la remiras por dentro. Y a poco que veas na, me lo sacas de la Mojá y en viendo si ha de dolele por el esfuerzo y si dolencia hubiera, has de ponele el ungüento por si hubiese de enflamar y en doliendo fuerte, en emplasto has de dáselo, aluego le revisas los gemelillos y miras que no haya na, y en cogiéndolos y en movelos, de quejase el zagal, me lo cubres del ungüento, no me se vaya a herniar. Has de tener muy en cuenta a la hora de aplicalo, que si al ponele el ungüento al chico la pilila se le viene a grande, habrás de ponele más cantidá, pero eso no ha de preocupate ahora, hija, quel zagal no está en edá y así tú le cuidarás, y en haciendo lo que te digo, hija, pierde cuidao, que con la ganica que le pone al juego, poblema no hay de tenelo en ganar.

De haber podido la madre ejercer de lo que ahora en futbol, por ejemplo, ejerce un fisioterapeuta, Liando habría tenido en su equipo a la mejor medidora y además cuidadora de la competición que había en la comarca, cuando ella participó en sus tiempos con su marido, pero el reglamento requería que el equipo o pareja, se formase con integrantes próximos en edad.

Y así fue que Liando participó aquel día en tan importante acontecimiento. No había marrano completo, pero sí una parte, el premio era un jamón por cada integrante del equipo a la mejor Mojá, normalmente pareja. A Liando y a Paquita ya les habían avisado de que la competición iba a estar reñida por la participación del Mochales de Valdecubillos. Aquel chaval disparaba con la misma fuerza que lo hacía Liando, pero con menor esfuerzo, algunos decían en tono jocoso, que por tener el arma más grande que se había visto en una Mojá, y así era, como pudo comprobar Paquita que por juez tenía la atribución de pasar revista a la línea de concursantes antes del disparo, y la facultad de retirar de la competición a quien presentara irregularidades. De hecho pensó, que tan gran diferencia de tamaño daba ventaja al de Valdecubillos, y poniendo reclamación ante el Presidente del jurado, no le sirvió de nada y el Mochales pudo participar. Liando ganó aquel día pero haciendo un esfuerzo descomunal, que le llegó a tener resentido más de tres días, tiempo en el que Paquita se deshizo en cuidados y atenciones con su entonces amigo. Cada poco tiempo le hacía revisión visual y táctil en previsión de cualquier conato de empeoramiento, y dos veces al día aplicaba el famoso ungüento de aceite y hierbas que le preparó Agustina.

—Toma hija—le dijo— llévatelo en este tarrico que te cabe en el bolsillo, y a na que se resienta se lo pones, pero no has de dejalo a él, que con las manos que tié, que paicen la garra un güitre de tanto andar con la alfalfa y las leñas, pué hacese una sollaúra.

Habían salido ya del agua, y al hacerlo vio que su amigo mostraba a la campeona de la Mojácomo un tanto enrojecida y le preguntó señalándole al arma:

—¿Te está doliendo, Lio? ¡La tiés toa colorá!

—Un poco sí quié molestame, paice que me arde, pero ¡bah!, un poco na más.

—Anda, tiéndete ahíneso que voy a ponete el ungüento, no vayas a tener algo más que los ardores.

La cría comenzó a aplicarle aquel "mejunje mágico", y lo hacía con tanta suavidad como si en algodones empapase sus manos. Aplicaba y extendía tal y como Agustina le había enseñado. Liando se iba sintiendo mejor, quizá por el efecto calmante de alguno de los varios componentes herbáceos de aquella mezcla, y cada vez más. A medida que la niña hacía por que la piel del cabrero absorbiese el brebaje, él se iba sumiendo en unas sensaciones que nunca antes había vivido. Paquita empezó a notar cómo el arma objeto de competición de su amigo pasaba de ser la pistola de Curro Jiménez al trabuco del Algarrobo. En un primer momento su reacción fue de susto, pero al volver la vista buscando la de su amigo y ver que no mostraba gesto alguno de dolor, sino más bien todo lo contrario, no se alarmó. Pero la chica se hacía un montón de preguntas, nunca había visto la pistolilla de su amigo sujetarse sola, era como un pantalón vaquero tendido al raso en una noche de helada en la sierra, y le vino a la memoria la recomendación de Agustina, "y si a grande se le viniera, aun tiés que dale más". Paquita, no sin un cierto temor siguió aplicando el ungüento de las maravillas en aquello que dejó de ser pistola para ser ahora un cañón del treinta y dos. Liando se sentía flotar pero pasados unos minutos, sintió como una fuerte sensación de calambre agradable pero desconocido, le invadía todo su cuerpo. Despertó del medio letargo en el que estaba sumido, pero fue tan rápido el aquel mal llamado calambre, que sólo le dio tiempo a incorporarse a medias sin poder avisar. Ante los ojos como platos de Paquita hizo un disparo espectacular, la chica se asustó mucho, nunca había visto aquello, él tampoco y tenía una sensación de ahogo importante.

—¿Qué te pasa Lio? ¡por Dios! ¿qué es esto?

—¡No sé Frasquita, no sé! ¡por Dios, no me asustes!

—¿Tú has visto como la tiés?

—Toa inflamá Paquita ¡Ay madre!

—¿Y la pus? ¿has visto la pus?, tiés una infección brutal, Lio ¡ay ay ay, que te me estás poniendo malico! ¡miá que cara se ta quedao!

—¡Que me se pudren los adentros, Frasquita!, algo tié que haber salío mal, que no me se baja la Leoparda ¡miá to lo que ma salío, to la pus de tol cuerpo! ¡que voy a morime, Paquita! ¡o me la tién que cortar! —decía Liando casi llorando.

Paquita tenía un susto de muerte, tanto que ni siquiera rompía a llorar del ahogo que le estaba viniendo, tocaba a su amigo por todas partes, buscando bultos, ganglios… cualquier cosa que diese explicación a todo aquello.

—¡Miá Lio, miá, que empieza a deshinchase! ¡que a lo mejor ya no es pa tanto! ¡venga!, vamos a lavanos y saliendo a to correr pa que te miren y en haciendo falta, de alguna manera podremos bajanos al galeno de Fuentecangrejos o al de Villavieja, que te pinchen algo pa la infección.

Paquita, que fue la que mejor apreció lo que allí pasó, por haber tenido lo “presuntamente” infectado entre sus manos, no terminaba de hacerse conjeturas para si misma sobre cómo terminaría aquello. El disparo había sido importante en fuerza y en lo copioso, señal de una tremenda infección. Le asustaba que su amigo terminase amputado de su Leoparda, de ese instrumento de juego y concurso que ambos compartían como equipo, y al que no imaginaban, aún aparte de la usual, otra aplicación más.

Entraron de nuevo al río y retiraron de sus cuerpos la munición recibida de semejante disparo. Rápidamente se vistieron y salieron corriendo hacia el pueblo, tanto como sus jóvenes piernas eran capaces de hacerlo y, casualidades de la vida, encontraron a Ambrosio justo en el mismo lugar donde poco tiempo antes le encontraron, cuando a Paquita su cuerpo le avisó de que ya era toda una mujer. Le llamaron a gritos los dos.

—¡Ambrosio Ambrosio, espera! —gritaba Paquita.

Ambrosio les oyó, les vio acercarse corriendo y les esperó.

—¿Qué pasa, que pasa? —preguntó preocupado.

—¡Tu hermano, tu hermano! ¡se ha puesto muy malito, muy malito! ¡tié que velo el médico, hay que llevalo!

—¿Qué te pasa Lio?—preguntó Ambrosio.

Liando no podía hablar del esfuerzo de la carrera y sobre todo del susto que llevaba.

—¡Tié una infección de caballo, Ambrosio!, ¡mu grande! —decía Paquita llorando.

—¡Pero que dices chiquilla! ¿qué me estás contando? ¿ande, ande la tié?

—¡Está malito de la pilila! ¡tié mucha pus!

—¡Rediósla! —exclamó Ambrosio—, ¡enséñame eso! ¡amos! ¡que te llevo ahora mismo ande sea, aunque haya selo a las mesmas costillas!

Las palabras de Ambrosio aún incrementaron más el susto del cabrerillo que se quedó inmóvil, impávido, no movía ni una pestaña.

—¡Amos Lio! ¿a que esperas?—decía Paquita.

El no respondía, no se movía. Paquita, que no quería perder un segundo ante la urgencia del caso, le bajó los pantalones de un tirón, le cogió lo que ya, pasado el tiempo desde el susto, le colgaba a su amigo, y desenfundándole el arma, dijo a Ambrosio:

—¡Míalo tú mesmo, míalo!

Ambrosio se agachó, miró y remiró, volvió la vista hacia la cara de Liando y se puso en pie.

—¿Pero ande tiés tú la infección, muchacho?, yo no te veo na, la tiés como siempre ¿ande está?

Liando cambió su expresión por la de extrañeza y dijo:

—¿Qué quiés decir, questoy bien?

—¡Yo no te veo na! ¿qué ta pasao?

—¡Mucha pus! ¡mucha mucha pus! —dijo Paquita.

—¿Pus?... ¡a ver! ¿cómo ha sío eso?

—Pues que yo le estaba poniendo el ungüento—respondía Paquita—, cómo me había dicho la Agustina, y de buenas a primeras, sin esperalo, ha empezao a inflamase mucho y con fiebre porque algo se le calentaba.

—¿Qué se la inflamao?

—¡Y tanto!, se la puesto así de gorda.

—¡Joder! ¿tanto?

—¡O más! —exclamó Paquita—, y al momento la venío un calambre y ha soltao mucha pus ¡mucha mucha!

—¡Pero le tié que haber dolido!, y yo a este no le veo cara dolor ni sufrimiento ¡hombre!... ¿cómo le estabas dando el ungüento?

—Así… así y así, y luego por aquí, subía esto, luego lo bajaba, como me dijo la Agustina “si se viene a grande ponle más”

—¡Ah! ¿eso? ¡ya ya!, pero amos, que dolete no ta dolío ¿no Liando?

—¡No! —dijo Liando—, ¡na de na!, en viniéndome la calambrá me  encogío.

—Es que un momento antes del calambre se estaba sonriendo.

—¡Ya ya! ¡me imagino! ¡bah, súbete el pantalón, anda!, y veníos ahí a la fuentecilla la Ribera, que malo no estás ni ha de pasate na. Me paice que tengo que contaros algo.

—¿No le pasa na?, pero Ambrosio… ¿lo que la salío? —preguntó Paquita.

—¡Na hija, na!, eso no es pus, pués estate tranquila chiquilla, y tú respira Lio, que no vas a morite ni na deso, y de cortátela na ¡hombre!... ja ja ja. Aquí naide dice na, naide explica na… ¡hala, to pal hermano! ¡ni que fuera yo el cura la iglesia! ¡hay que jodese!, en fin, amos pallá, que os voy a enseñar naturaleza. ¡Ay Señor, vaya par de cabras que mas metío en el rebaño! —dijo Ambrosio mirando al cielo.

Llegaron a la fuentecilla de la Ribera, allí se sentaron en la hierba y Ambrosio comenzó a hablar:

—¡A ver chicos!, esto tenía que haber sío cosa del padre para ti Liando, y de la Tomasa pa ti, Paquita. Será que san pensao que aún no tocaba o lo que me estoy imaginando, san pensao que estando yo se ahorraban el trance, aunque la Agustina, de no hacelo la Tomasa, podía habete dicho algo Paquita, visto lo visto con vosotros, que por lo ligericos que vais de vestío, veo que venís del río y sitio es de aprender cosas de natural como de letras en la escuela.

A Liando, mucho más tranquilo, se le venían ya las palabras a la boca.

—¿Entonces no me pasa na, dices?

—Te pasa y mucho ¡pero to bueno, Lio! ¿os acordáis cuando la Paquita vino aquel día to asustá con la sangrá?

—¡Sí!... ja ja ja ¡que susto!, y to fue que se hizo mujer.

—¡Y to es que tú tas hecho hombre, Lio! —respondió Ambrosio.

—¿Eh? ¿cómo?

—¡Eso, que tas hecho hombre y del to!, eso no ha sío una enflamación, ni lo que ta salío, pus. Se ta puesto la pilila así porque sa despertao pa lo que tié que despertase a tu edá, pa preparate pa cuando seas mayor, puedas ser padre como el Venancio, aunque pa eso ya tenéis medio camino andao, que es el querese, y vosotros ¡claro está! que os queréis y mucho. Pa ser padres hay que entregase el alma y la vía uno al otro, lo que a ti ta salío, es una parte de tú alma, que tú cuerpo ha querío probar pa ver si funciona, y como ta funcionao, a partir de ahora, cuando tu cuerpo te pida entregala a la Paca, te da un trozo del alma en esa forma pa que se la entregues a ella, y así ella empiece a criar dentro una creaturica. Pero claro, pa eso tiés que esperate más tiempo, como tié que selo.

—Entonces, un día el alma de mucho dásela me se gastará ¿no Ambrosio?

—¡No!, el alma no pué gastase nunca, podrás dásela cuantas veces queráis, pero cuando venga el momento ¿estamos?

—¡Sí, claro!, pero ya me dirás tú como le doy el alma, ¿tié que ser con ungüento siempre?

—Ja ja ja… ¡no hombre, no!, eso cuando sea el tiempo la mesma naturaleza ha de enseñátelo. La verdá es que va hacelo en na y menos, pero pa ser padres hay que esperar y el alma tiés que ponésela a ella dentro, que eso no ha de dase en un tazón ¡a ver si me comprendes! ¡amos a ver! ¿por donde ta salío a ti el alma hoy?

—¡Hombre! —respondía Paquita saliendo de su asombro—, ya te lo hemos dicho Ambrosio, por la colica del Liando.

—¡Eso es!, y tú, cuando te expliqué lo tuyo ¿por ande te salía la sangrá?

—¡Pues entre las piernas, por mi cosica!

—¡Eso es!, entonces el alma tié que dátela el Liando entrando su cosica en ti por la tuya.

—¡No entiendo na de na de na! —exclamó Paquita.

—¡Ni yo! —respondió Liando.

—Bueno, ya os lo explicaré más despacio. No preocupase y perder cuidao, chicos, y ahora ¡ámonos parriba!, que se nos echa la tarde ¡venga!

Subían la cuesta del Caballo cuando vieron bajar al tío Sacromonte con una vaca.

—¡Mirar chicos!, a esa la visteis nacer… je je je.

—¡El milagro de la vía! —exclamaba Paquita.

—¡Ahí estamos!, pues con vosotros pasa algo paecío… ¿Ande va usté Sacromonte?

—¡A la cuadra el Penas!, que tié que echale el macho a ver si quié enganchala, hijo—respondió el vaquero.

—¡Coño, ni aposta! —pensó Ambrosio.

Ambrosio, por un momento se quedó pensativo y después dijo al tío Sacromonte:

—¿Podemos acompañale un ratico?

—¡Como quieras, hijo!, poco va a selo, esto ya sabes como funciona, es un visto y no visto.

—¡Venga, nos vamos con usté!, que estos, si ganaeros van a ser, to tién que aprendelo.

—¡Venga pues, amos!

—¡Chicos, mirar, esto nos viene agüebo!, la mesma naturaleza va a explicanos las cosas, que así, de seguro, vais a entendelo mejor.

Llegaron a la cuadra del llamado “Penas”. Delante hay un corral donde el tío Sacromonte dejó a la vaca suelta.

—Ahora vais a velo, va a venise el toro y va a ver si la vaca quié tener un chotillo—decía Ambrosio a los chicos.

—¿Y eso cómo va hacelo? —preguntó Paquita.

—¿Y tú cómo sabes si el Lio está listo en la Mojá pa hacer el disparo, si tié la pistola en condiciones?

—¡Jo! ¡pues se la miro pa velo!

—¡Pues eso va hacelo el toro!, mirala a ver si tié permiso de la vaca pa pasale el alma. Cómo los animales no hablan, tién que usar el hocico pa to, ya has visto los perricos, antes de comer la comía tién que olela ¡pues to es igual!

El tío Sacromonte hizo un gesto con la mano al Penas y éste soltó al semental, que se acercó a la vaca y la olfateó, sobre todo por la parte por donde tendría que pasarle el alma, como les explicó Ambrosio.

—¿Y yo tendré que olela a la Paquita?

—¡No hombre no! ¡que brutico eres Liando!, eso ya vais a hablalo, que sois presonas no animales ¡hombre!

—¡Ah! —exclamó Liando, mientras Paquita se partía de risa.

El toro se echó sobre la vaca apoyando sus patas delanteras sobre ella, y dejando ver en todo su esplendor sus atributos de macho al completo.

—¿Veis lo que tié el toro?—intervino Ambrosio.

—¡Sí! —dijo Paquita—, la colica, y ¡miá!, así se ta puesto Liando… ji ji ji.

—¡Claro hija! —dijo Ambrosio—, ¡así tié que selo!, si no, no pué hacese.

—Y ¡miá! —exclamaba Liando—, ¡la cosica la vaca también está grande!

—Eso es decise que está alta y en condiciones Lio, que así hablan los ganaeros ¡a ver si te lo vas aprendiendo!

Cuando tuvo ocasión el toro, embistió a la vaca poniendo dentro de ella lo que los chicos habían visto de novedad en el animal.

—¿Lo habéis visto?

—¡Claro, ahora sí!, así la puesto el alma a la vaca.

—¡Claro mujer! ¿veis que sencillo es?

—¡Hombre, ahora sí, claro! ¡jo! ¡con el susto que nos hemos dao!... ja ja ja—reía Liando.

—¡Pero eso sí! ¿eh? ¡mayores hay que selo pa eso!, porque ahora el cuerpo no está del to preparao. A ti Paquita, te tién que crecer más los pechos y a ti el alma te tié que coger más fuerza Liando, si no, no pué habela la creatura, y eso hasta no casase no pué selo, aunque aquí en El Villar, como casi no hay cura… ¡pero bueno!, por lo menos mayores hay que selo ¿estamos?

—¡Estamos! —dijeron los chicos.

Así recordaba Paca aquel hecho tan importante en sus vidas y cómo fue una vez más Ambrosio, quien salió al quite en esa ocasión. “Ojala esta noche esa creaturica esté aquí dentro ya! pensaba ilusionada. Liando ya dormía profundamente, ella llamaba al sueño pero se resistía, tardaba en llegar y su pensamiento volvía al pasado de nuevo, a su primera vez. Su mente relacionaba su vivencia de hacía unos instantes, su decisión de dejar de lado los “días de fácil!, que a partir de aquel mismo, en el río tuvo que tener muy en cuenta. A partir de aquel día en que la pareja vivió el paso de Liando a la pubertad, y siendo que Liando ya no volvió a participar en ninguna edición de la Mojá, Paca quiso seguir colmando el arma de su amigo de atenciones y cuidados, porque pensó que si lo había hecho para el concurso, haciéndola tan suya como lo era de él mismo, por haber sido equipo, con su atribución cada uno pero concursando los dos, y sabiendo, como les explicó Ambrosio, que la función principal de aquella parte del cuerpo de su amigo era pasarle el alma a través de ella y así  hacer posible algún día el milagro de la vida, no podía hacer si no cuidarla, y si cabe, con mucho más esmero aún, pensamiento lógico si tenemos en cuenta su edad y las circunstancias tan especiales que rodeaban la propia vida del pueblo y la pareja.

Y así fue pasando el tiempo. Desapareció el ungüento por desaparecer los esfuerzos de la Mojá, siguieron los baños al natural en el río durante el verano, les gustaba quedarse dormidos juntos a la hora de la siesta. Todo seguía como antes, pero con circunstancias añadidas, ellos empezaron a cambiar físicamente y como siempre, con toda naturalidad, comentaban y se mostraban esos cambios. A él le encantaba la suavidad de la piel de Paquita, disfrutaba acariciando los senos de su amiga, que se formaron en muy poco tiempo. A ella le encantaba despertar los instintos de su Leoparda, porque tan suya la consideraba como de Liando. Algo tenía muy claro, la idea de que la función a la que la naturaleza la había destinado, no se podría completar sin ella.

Cuando llegaba el verano, en el río se observaban, querían conocerse a fondo porque ya no les cabía ninguna duda de que los hijos que tuviesen en un futuro, los tendrían juntos. Si la vida les había llamado para ser padres, no lo serían con personas distintas, en sus cabezas no cabía la idea de abrir sus corazones a otros amores. No tuvieron ningún problema nunca en hacer crecer y mostrar al otro su experiencia en el aprendizaje en todos los aspectos de la vida, compartiendo al instante esa misma experiencia y ese conocimiento, incluido naturalmente, el aspecto sexual.

Paquita tuvo ocasión de volver a ver muchas veces el “alma” de su amigo, saliendo con la misma fuerza y alegría de la primera vez, pero aquel susto pasado aquel día, se quedó en anécdota, en una vivencia marcada por la ingenuidad y la inocencia de dos críos. A partir de aquel día volvería a ocurrir muchas veces más, unas fruto de masajes y caricias, sin esperarlo y otras, quizá buscadas por Paca, a la que le encantaba comprobar que a Liando le quedaba mucha vida y alma para darle cuando llegase el momento. Como dijo Ambrosio “el alma no ha de gastase nunca”. Cuántas veces habrán comentado, ya de mayores, “lo que para nosotros era ilusión, admiración por la grandeza de la naturaleza del ser humano y preparación para vivir y dar vida, hoy le llaman vicio y guarrería”. Lo comentan a menudo y dicho sea de paso, con gran pena y desencanto por la forma que hoy tienen de vivirlo los jóvenes, sólo lo justifican pensando “en saliendo del Villar, es otro mundo”.

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