
Las travesuras de Paquita,
El tirachinas.
La noche iba tocando a su fin. Higinio, por orden de su tÃo pagó la cuenta y se encaminaron hacia donde habÃan dejado los coches, aún tenÃan un paseo de vuelta, el mismo que habÃan hecho desde el restaurante más un par de calles añadidas hasta el parking. HabÃa poca gente por la calle. La noche estaba fresca y el tiempo no invitaba a deambular. Ellos caminaban sin mucha prisa, iban comentando en dos grupos cosas del dÃa, de la situación, algún fleco de lo que podrÃa ser el futuro proyecto, de todo un poco cuando Paca paró en seco.
—¡Fernando, Lio, Juanito y tú también Higinio, venid un momento! —requirió Paca—, Liando, dame una moneda de diez céntimos por ejemplo, sÃ, eso es, diez céntimos.
—Toma, pero ¿para que las quiés ahora si ya nos vamos? —respondÃa Liando metiéndose la mano en el bolsillo.
—¡Tú trae!, y ahora tapadme un poco —dijo al mismo tiempo que del bolsillo de su abrigo sacaba el tirachinas.
—¡Pero mujer! —exclamó Fernando—, que esto no es el pueblo, que nos metes en un lÃo, hija.
—¡Bah!, vosotros tapadme.
—Bueno —dijeron todos los que con ella estaban.
—Dame hueco Liando, que habiendo hueco, yo ya… si eso ya…
Paquita armó el tirachinas con la moneda, se aseguró de que no hubiese persona alguna en su lÃnea de tiro y apuntó hacia una señal de tráfico que se encontraba a una distancia más bien considerable desde donde se encontraba ella. Justo cuando iba a disparar, apareció un coche patrulla de la PolicÃa Municipal por la esquina donde estaba situada la señal.
—¡Quieta pará, quieta! —le ordenó Liando.
Pero a Paquita se le habÃa acalambrado un dedo por la fuerza que le estaba imprimiendo para sujetar la moneda, y antes de poder aflojar el elástico, la moneda salió disparada como la prima de riesgo. Impactó de lleno en la señal y de rebote hizo astillas uno de los retrovisores del coche patrulla. Liando, a la velocidad del rayo, le cogió el tirachinas y se lo metió dentro del pantalón. Fernando y Juanito al mismo tiempo cogiendo disimuladamente a Paquita cada uno por un brazo, empezaron a caminar despacio y disimuladamente. Higinio detrás con Liando señalando hacia arriba la cornisa de un edificio antiguo, como el que está enseñando algo de arte o arquitectura a un novato. El resto del grupo, que iba delante, aflojó algo el paso con intención de volver a reagruparse. Los dos policÃas que iban en el coche se dieron un susto de muerte al ver saltar su retrovisor en mil pedazos. El conductor reaccionó clavando su pie en el freno, dejando el coche parado en seco de tal fortuna, que otro que le venÃa siguiendo le dejó empotrado su paragolpes, dejándole además sin los pilotos traseros. Los policÃas salieron sin poder explicarse lo que habÃa pasado, como también lo hizo el conductor del otro vehÃculo, que a la sazón era un taxi.
—¿Pero como paran ustedes as� —se quejó el taxista—, teniendo otro detrás, ¡por amor de Dios!
—¿Y usted no sabe que no se puede ir tan pegado?, ¡a ver, los papeles!
—¡Pero que papeles ni que niño muerto!, si la culpa es de ustedes ¡Sólo faltaba eso!
—Los del seguro, caballero, eso va a ser que ha pisado usted algo que ha salido despedido y nos ha dado en el espejo.
—¡Si hombre!, el gato que se me ha escapado o la rueda de repuesto ¡no te jode!
—¡Oiga!, a mi me habla usted con respeto, que yo no le he faltado —decÃa el policÃa muy enfadado—, además, la culpa es de quien da por detrás.
—¡Pues yo no soy de esos!, o ¿es que me está viendo cara de amanerao?, ¡hombre, ya está bien!
—¿Cómo?, ¡venga, las manos sobre el coche y que yo pueda verlas!, ¡vamos!
—¡Joder, la que se está armando! —dijo Faustino cuando todos se volvieron a juntar.
—¡Si es que van como locos! —dijo Paquita.
—En la capital son to prisas —apuntó el general.
—¡Abuso policial! —se atrevió a decir Juanito—, a esos yo los echaba del cuerpo.
—Cuerpo el que se le va poner al taxista cuando le apliquen la boleta ¡hay que jodese! —exclamaba Liando.
—¡Eh!, de esto ni palabra —dijo Higinio en voz baja—, que estos no han visto nada… je je je.
Dieron la vuelta a la esquina y cuando habÃan andado varios metros, vieron aparecer al taxista a todo trapo por la misma esquina y enfilar la calle con la ventanilla abierta y gritando:
—¡Vas a multar a tu padre! ¡so mugroso! ¡Pregonao!
Y detrás el coche policial con los rotativos destellando y la sirena puesta, cuando al dar el volantazo para seguir recta la calle, el paragolpes se le desprendió de uno de sus anclajes, botando por el suelo como un balón de basket. El coche policial no tuvo más remedio que detener su marcha para recogerlo. Al pasar nuestros amigos a su altura, los dos policÃas intentaban acoplar el susodicho paragolpes en el maletero, y se les oyó decir:
—¡Se me ha escurrido, se me ha ido como un conejo el bailaferias ese !
—¡Algún dato habrás cogido! ¿no?
—¡Nada!, ni la matrÃcula, ni la licencia, ¡nada de nada!
—¡Apañao estoy contigo!, ¡vaya un sin Dios de compañero! ¿y ahora como justificamos esto, chavalote?, porque el otro no se ha hecho nada, y en todo caso, un buen taller, y en todo lo más una hora, como nuevo. ¡Pues esto lo vas a pagar de tu sueldo, licenciao! ¡que tienes menos vista que los leones de la Cibeles!
—¡Hay que ver cómo están las cabezas, Señor! —dijo riendo Faustino.
—¡Pues ya son mayorcitos ya, para andarse con tonterÃas! —decÃa Rogelia también entre risas.
—¡Anda que!... ¡como pa dejate sola! —dijo Liando a Paca en voz baja.
—¡Le dijo la sartén al cazo!... ji ji ji —respondió Paca.
Llegados al garaje, unos quedaron con los otros, los otros con los unos, aquellos con estos, estos con aquellos, y una vez se despidieron de Rogelia y Faustino, el resto volvieron a la pensión o mejor dicho, lo que fue la pensión. Cuando llegaron, Julia e Higinio se despidieron también no sin antes quedar para, al dÃa siguiente, repasar algunos cabos sueltos sobre el proyecto y trazar un plan de inicio.
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