top of page

La captura del "Marruecos"

—Recuerdo un día que estábamos en casa de tu tío haciendo los deberes, mi madre ayudaba a Agustina con unos chorizos que estaba haciendo, y cuando estábamos acabando se presentó Venancio con cara de pocos amigos, diciendo: “!por mis muertos que a ese le engancho!, ya lo creo que he de cogelo, voy a ponele las tripas a remojo al que sea, ¡la madre que lo ha parío!”
Ciertamente, aquel fue uno de los días que más enfadado se pudo ver a Venancio.
—¿Qué pasa Venancio? ¿otra vez? —preguntó Agustina al pastor.
—¡Otra vez, si! ¡y así un mes entero!, a ver si va pensase que voy a estar trabajando pa él, ¡el muy desgraciao!
—Pero… ¿qué pasa Agustina? ¿por qué viene así? —preguntaba Tomasa.
—Va pa un mes que viene faltando huerta, hay huellas marcás, y el Venancio cree que pué que sepa quien es el ladrón, aunque aún no lo ha visto.
—Las huellas he vuelto a velas, son nuevas, y me faltan lechugas, a na una docena al menos, ¡va enterase este! —volvía a decir Venancio—, pa mí qués el Marruecos, me jugaría lo que fuese a que tié que ser él.
El Marruecos era hijo de un vecino del pueblo, que según dicen, había estado en la guerra de Marruecos y no debía de ser del todo incierto porque la mujer tenía rasgos árabes, nadie sabe de donde la trajo. Cuando vino al pueblo nunca lo dijo.
—Que penica quel Ambrosio tié que trabajar esta noche, si no seguro estoy de que habría de trincalo. Yo solo no voy porque me conozco y tengo familia que criar ¡cagondiola!
—¡Eh, Venancio! ¡para el carro, mozo!, que voy a decite algo, ¡séntate ahíneso!, en la mesa, que ahora voy pallá, que hay cosas que tú no tiés conocimiento dellas —le dijo Tomasa.
Tomasa dejó atado el cabo de tripa que estaba embutiendo y se levantó, se acercó a la mesa con Agustina y se dirigió a Venancio.
—¡Miá zagal!, voy a decite algo que me paice que no sabe naide aquí, y en eso pués buscale las cosquillas, questo he podío velo yo con estos ojos que san de comer los gusanos. El Marruecos se la está pegando a la mujer, bien pegá, a la Quebrantos, y solo ha de faltale que tenga que enterarse el padre della, qués el sargento del cuartel de Villavieja, pa que no le veas el pelo en una buena temporá, porque si tié que trincale el suegro, pué que lo que hagan con él es matalo de seguro… je je je.
—¡Sí, Tomasica, hija!, pero yo no voy a ir cascándolo por ahí, tu verás.
—¡No, claro que no!, pero pués dejalos en la devidencia.
—¡Evidencia madre, evidencia tié usté que decir! —dijo Frasquita—que esa palabra la conozco yo.
—¡Calla, hija, calla!, questo es de mayores. ¿Qué día es hoy, Agustina?
—Si no he perdío la cuenta, jueves.
—¡Ahí las dao!, jueves, y… ¿ande se va la Quebrantos los jueves?
—¡Pues como siempre!, viene su padre con la pareja guardias en el coche, y se la llevan pa la limpieza el cuartel y el cuidao la madre, y viene pal viernes a la tarde.
—¡Ahí lo tiés, Venancio! ¡ahí lo tiés! —dijo Tomasa— ¿ande va la Beata el jueves?
—Unos a la ermita, pa limpiala y otros a la casa el tío Agripino a limpiala también —respondía Agustina haciendo memoria.
—¡Bueno, ya te veo venir, Tomasica, ya! —exclamaba Venancio—, y hoy ¿qué toca?
—¡La ermita, zagal, hoy la ermita!... ja ja ja—reía Tomasa—, pero ¡ojo! ¿qué tié el Marruecos cerca la ermita?
—¡Coño! ¡las vacas!, ya ya ya, ya mago la idea. ¡Vale, vale!, vamos a ver, ¿a que horas va pallá?
—Pues tié que bajase la Beata a eso de las siete más o menos pa la ermita, y ya entrá la noche, ha de ser el Marruecos el que va pa las vacas, y allí ha de esperalo ella.
—¡A güevo, hija!, mañana ese tié que salir daquí antes que haya vuelto la otra, que ya ha hecho mucho daño, no ha podío demostrase por falta cuartos pa un letrao, pero al Genaro le faltó ganao y alguien le vio, pero por miedo no ha soltao palabra de forma ofecial. Aún tengo tiempo… voy a echale un vistazo, en media hora vuelvo.
Venancio salió a toda prisa hacia donde tenía las vacas el Marruecos, llegó como bala de cañón disparada, entró donde estaban las vacas, siempre había una puerta abierta, dio una vuelta detenidamente por el establo y de nuevo subió a su casa. Al llegar, tomó papel y lápiz y escribió una nota que luego se guardó en un bolsillo.
—¡Liando, hijo!, saca un par de tizones del fogón y los mojas bien mojaos, aluego los traes en un papel de los del queso—dijo a su hijo.
Después se dirigió a la trasera de la casa, tomó una de sus camisas del tendedero y al entrar de nuevo preguntó a Agustina.
—Agus ¿esta es la más vieja?
—¡No!, la más vieja está en la silla de la alcoba.
—¡Ah bueno!, pues voy a cogela.
Cuando volvió, llevaba en la mano una camisa con más lamparones que el palacio de Versalles y dijo a su mujer y a Tomasa:
—¡Eh, mozas!, vais a tener pa cotilleo al menos pa un año largo… je je je. ¿Los chicos andestán?
—¡En el corral!, san ido a tirales paja a las cabras.
—¡Ah, vale vale!, voy a velo.
Cuando pasó al corral, dijo a los chicos:
—¡Eh, zagales!, ¿queréis que hagamos un juego esta noche?
—¿Un juego, Venancio? —preguntó Frasquita.
—¡Si hombre!, daventura, desos que a veces vosotros hacéis de rescataos y batallas y cosas.
—¡Vale vale, si! —gritó Liando.
—¡Pues andando!, en terminando esto entráis que os cuente el juego.
Así lo hicieron los críos, terminaron rápido y entraron a toda velocidad en busca de Venancio.
—¡Venga padre!, cuéntenos usté el juego—pedía Liando a su padre.
—Amos a jugar a los guerrilleros, chicos, pero tié que ser como si fuera verdá ¿mabís comprendío?, tenemos que hacer prisioneros y cerralos de verdá y sin que nos descubran ¿vais a ser capaces?
—¡Sí, sí sí! —exclamaba Frasquita poco menos que a gritos.
—Si la Frasquica dice que si, es que se pué, mi general —dijo Liando a su padre con voz seria imitando la voz grave de un militar bigotudo mandamás.
—Y usté capitana, ¿está dacuerdo?
—¡Si, mi general!, ¡a sus órdenes, mi general!
—¡Coño! —pensó Venancio para sí—, Y a estos… ¿quién les cuenta las batallitas? —y dijo después: hay que empezalo con la cosa del camuflaje. ¡Capitana!, tié usté que ir al cuarto el sargento Laparda que tié que dale la ropa más vieja que tenga y cámbiese.
—¡A sus órdenes, mi general!
—¡Usté sargento!, tié que hacelo igual.
—¡A sus órdenes, mi general!
Agustina y Tomasa se admiraban con ese despliegue lúdico de Venancio y los chicos.
—¿Qués lo que vais a hacer, Venancio? —preguntó Agustina.
—Pues si se pué, cerralos pa que los encuentre el Viñas, el amo del estabulizao que pa eso hay que aprovechar que no sabe tener la boca cerrá ¿no te paice?, que nos están quitando la comía del huerto ¡rediósla!... ¡Ahora, queste va enterase!, y pronto, que ya va de anochecía.
Al poco tiempo salían los chicos de la alcoba de Liando con lo más viejo que encontraron.
—¡Mu bien, soldaos!, amos a camuflanos como tié que ser, pa na podemos dejanos ver. ¡Ah capitana!, esos zapatos no valen que hacen ruio ¿no tié usté otras alpargatas, sargento?
—¡Si padre!, las del año pasao que me san quedao pequeñas.
—¡Padre no!, ¡general, sargento!, tráigalas pa entregalas a la capitana.
—¡A la orden, mi general!
—¡Capitana!, tié usté que traer los tizones.
—¡A la orden, mi general!
Liando salió con las alpargatas y se las probó a Paquita, eran perfectas, atadas en su punto justo no se le saldrían a la niña.
—¡Mu bien, soldaos!, ¡camisas fuera!
Los tres se las quitaron. Eran unas camisas negras de trabajo que Ambrosio traía de la fábrica cuando se quedaban pasadas, algunas, mal o bien, Agustina las adaptaba a Liando para las faenas del corral y la leña.
—¡Arremangase las perneras del pantalón y prínguense las piernas con los tizones hasta no dejar un garbanzo piel sin cubrilo! ¿man oío?
—¡Si, mi general! —respondió Frasquita.
—Y tién que tener en cuenta que ende ahora mesmo sus manos no puén tocar na de comer, ni na que se pueda manchar ¿estamos?. ¡Soldada cocinera! ¿hay un bocao pa estos héroes?
—¡Si, general!, antes de pringase las manos ¡a comer!, aluego se pringan las piernas, soldaos —respondía Agustina.
Los niños más que comer, se metían el medio bocadillo a presión, a penas sin masticar para no tardar en recuperar el juego.
—¡Listos, mi general! —dijo Liando con la boca llena.
—¡Arremánguense los pantalones! ¡cojan los tizones y a ponese como el sobaco un grillo! ¡to negros! ¡piernas, barriga, pechera, costillar, cuello, cara, brazos y manos! ¡que no tié que quear ni un melímetro pellejo sin tiznase!. Agustina hija, ¿tiés un pañuelo negro pa cubrile el pelo a la Frasquica?
—¡Si, espera, se lo pongo!
Liando tiznaba a Paquita, Paquita a Liando, Venancio se tiznó lo que pudo y el resto lo hizo Tomasa. Cuando terminaron, Venancio pidió a Agustina que les colocase las camisas a los tres con mucho cuidado, para no “borrar” demasiado los tiznajos.
—¡Mu bien, soldaos, en marcha!
Venancio habló en voz baja a las mujeres.
—Créome yo qués antes cuando tié que pasar por el huerto, vamos aseguranos de que es él, y si eso… vamos a seguilo al estabulizao.
—¡Estáis como las mesmas cabras, Venancio! —dijo Agustina.
—¡Comandanta!, ¡pronto tendrá noticias nuestras! —respondió Venancio.
Y los tres se encaminaron hacia los huertos.
—¡Chicos!, hay que ir evitando que nos vean, hoy apenas alumbra la luna, tié que ser fácil, pero tenemos que ir por afuera el camino, hay que escondese detrás de lo que encontremos, ¡esto es de verdá! ¿mabís oío?, talmente callaos, que no tié que oíse ni el respirar, yo voy alante y vosotros seguime.
—¡Como usté diga, padre! —respondió Liando.
—¡Que padre no, Lio, que tié que ser general! —dijo Paquita.
—¡Ah si, como usté diga, mi general!
—¡Eso es!, hay que hacelo bien —volvía a insistir la niña.
Como si fuese un comando de operaciones especiales, agazapándose y buscando cualquier cobertura al paso, llegaron a las inmediaciones del huerto.
—¡Soldaos!, vamos a esperanos aquí, hablen en voz baja si es que tién que decir algo, y mejor al oío, ¡naide pué descubrinos!, mantengan los ojos bien abiertos, el enemigo tié que estar cerca ¿man oío bien?
—¡Si padre!, digo… ¡general! —respondía Liando.
No tardó nada en aparecer una sombra por el portillo del huerto. Esa sombra llevaba un capacho de esparto entre las manos.
—¡Ay está el mu cabrón! —murmuró Venancio.
—¿Qué dice usté mi general? —preguntó Paquita en voz baja.
—¡Que ahí está el ladrón! —respondió Venancio—, en saliendo del huerto hay que seguile a distancia pa que no nos descubra ¿estamos?
—¡A la orden, mi general! —respondió Paquita.
Vieron salir al ladrón y le siguieron tal y como dijo Venancio, a cierta distancia. Los tres sabían hacerlo, como decimos hoy, “de película”, “bordao”. Iban con tanto sigilo que incluso a ellos mismos les costaba oír el crujido de la hierba seca bajo sus pies. Se acercaban al establo y a través de un portillo, a la luz de un candil pudieron ver la sombra de una figura femenina dentro y al “presunto” Marruecos haciendo su entrada en el local.
—¡Sargento, capitana, a reagrupase!
Se juntaron de nuevo los tres y Venancio dijo en voz baja a los chicos:
—Bueno chicos, ahora esto ya hay que hacelo to serio. El juego sa acabao y ende ahora hay que hacelo de verdá, necesito que mayudeis ¿os paice?
—¡Como usté diga padre! —respondió Liando.
—Oye Lio, voy a decite una cosa hijo. He oío en antes al hijo el Bubillo, llamale de tú a su padre y no ma paecío mal, a ver si vosotros podís hacelo ¡los dos! Que no pasa na, ya sabes Frasquita, como digo, tú lo mesmo ¿os paice?
—Bueno padre, como usté quiera—respondía Liando.
—¡De tú, Lio, de tú!
—¡Como quieras, padre!
—¡Eso es!, ¡así está mu bien!
—¿Qué hay que hacer, padre? —preguntó Paquita.
—Vamos a dejalos a esos dos encerraos, pa que así mañana, cuando venga, haya de encontralos el amo como haya de encontralos ¿podemos hacelo?
—¡Miá padre!, si es que tú pués, nosotros también —respondía Paquita.
—¡Cojonudo padre! —respondía Liando muy decidido.
—¡Hombre, Lio!, tampoco tié que ser eso.
—¡Perdón padre!, ha sío sin querelo.
—¡Está bien chicos!, en llegando a la puerta el corral, hay que esperase y allí decidimos ¿vale?
—¡Tú mandas, padre!
—Déjate tanto padre, zagal, que no voy a decite misa… je je je.
—¡Pues vale, Venancio!
—¡Coño con el crío! —pensó para sí Venancio—, o está estreñío o tié cagalera ¡joder!, en fin…
Los tres agachados llegaron a la puerta del corral y se apostaron detrás del vallado de piedra.
—Bueno, ahora atentos to el mundo a mi señal. Tú Liando, muy callaíco y sin ruios tiés que acercate hasta la ventana aquella ¿mas entendío?, y vuelves pa decime lo que has visto, como eres tan recogiíco no has de hacer sombra dentro, que aunque poca luna hay si quiés fijate bien, algo sombra damos.
—¿Sombra? ¿ande padre?
—Ahora no la ves, pero si has de movete, la notas ¿estás listo?
—¡Si, del to!
—¡Venga, arrea!
Comenzaba a moverse Liando, cuando su padre le detuvo.
—¡Espera, espera, Lio!
—¿Qué pasa, padre?
—Voy hacer lo que hace el sapo si tengo que llamate ¿estamos?
—¡Vale padre, vale!
—¡Pues vete con Dios, hijo!
—¿Eh?
—¡Que tires pa la ventana!
—¡Voy, voy!
Volvía a reemprender su incursión el pequeño pastor, cuando de nuevo volvía a detenerle su padre.
—¡Eh! ¡eh!
—Pero ¿qué pasa ahora, padre?
—Que tiés que arrastrate por el suelo por detrás de las alpacas de paja hasta llegar al bebeero, y ende allí, agachao.
—¡Vale, vale, padre!
Liando salió reptando sorteando algunas alpacas de heno, que se encontraban diseminadas por el centro del corral. Logró llegar hasta los abrevaderos sin ser visto, a pesar de que las dos personas que había dentro habían pasado un par de veces frente a la ventana. En el recorrido invirtió su tiempo, pues era largo y complicado, el suelo del corral presentaba de vez en cuando algún impedimento en forma de boñiga de vaca. Desde los abrevaderos pudo salir agachado y llegar hasta la ventana. Muy lentamente se fue levantando hasta poder llegar a ver lo que había dentro sin ser descubierto. Volvió a hacer el recorrido contrario de igual modo y llegó hasta Venancio.
—¿Tú que has visto Lio? —preguntó Venancio.
—Algo que ya te hubiera gustao velo tú, padre… je je je. Ya te digo que te hubiera gustao.
—¡Coño con el mozo! ¿ande aprende este tanto? —se preguntaba Venancio para sus adentros.
—¡Una cartera, padre! ¡con un montón de billetes apretaícos!
—¡Ah! ¡bien bien! —respondía Venancio y pensando de nuevo interiormente, recapacitó — ya decíame yo, este deso aún no… ¿y que más, hijo? —le preguntó.
—¡Un hombre y una mujer!, están allá atrás, a la derecha, al lao dun buen montón de paja, tién la ropa al lao de la entrá y la cartera encima.
—¿Pero están desnúos?
—¡Tién la ropa a la entrá, padre!
—Je je je… —reía Venancio y pensaba—, ¡esta va ser soná!. Bueno chicos, vamos hasta la puerta ¿veis el porche que hay a la izquierda?
—¡SI, Venancio! —respondía Paquita.
—En caso de movesen dentro, hemos de escondenos detrás los barriles del rincón, los que hay debajo el porche ¿estamos?, ahora, a la puerta. Tú Liando, a las derechas, tú, Frasquica, tiés que venite conmigo, ¡venga!, vamos arrastranos entre las alpacas.
Comenzaron a reptar y cuando iban a mitad del recorrido, Venancio vio como Liando le seguía.
—¡A la derecha, Lio, a la derecha!
—A la derecha voy, padre.
—¿Pero tú ande tiés la derecha, hombre?
—¡Ah, es verdá!, perdona padre.
—¡Anda, tira!, y ten mucho cuidao.
Una vez colocados en la puerta y sin novedad, Venancio decía a los chicos.
—Quedaros aquí un momentico como clavos y no movese.
El cabrero siguió reptando hacia el interior. Muy sigilosamente llegó hasta cerca del montón de paja que le había referido su hijo, observó el panorama e hizo el recorrido inverso. Pudo recoger la ropa de los dos dejando la cartera intacta, donde estaba. Consiguió llegar fuera sin ser visto ni oído, escondió la ropa detrás de un barril y volvió a la puerta.
—¡Lio!, llégate ande estaba la ropa y tumbao te queas vigilando. Si salen, tú también te sales y te vas pa los barriles ¿entendío?. Te queas hasta que te avise. Tú Frasquica, métete arrastras pa la izquierda, hasta llegate a las vacas. Ves despacio, que las vacas no van a molestate, por detrás dellas y agachá, te llegas hasta aquella puerta, te mando a ti porque eres pequeña y de tan largo no han de vete, pero vete agachá, sin levantate en ningún momento. Esa puerta tié que tener una llave, y pué cerrase sin mucho ruio. La llave has de sacala cuando hayas cerrao, que estará abierta, y te la traes pacá ¿podrás hacelo?
—¡Anda, pues claro! ¡claro que sí, hombre!
—¡Venga chicos! ¡en marcha! —ordenaba Venancio frotándose las manos.
Mientras los chicos cumplían su cometido, Venancio se acercó hasta la ventana, desde allí vio como el Marruecos estaba dándolo todo a la Beata, y la Beata más contenta que si se hubiese fumado un kilo de maría. Desde allí podía observar las evoluciones de Paquita al fondo del establo. Cuando la vio de vuelta, regresó a su puesto. Salió Paca y señaló a Liando su antigua posición para que saliera. Cuando se reunieron los tres de nuevo, Venancio preguntó a Paquita:
—¿Ha salío to bien, hija?
—¡Si, padre, aquí tiés la llave!... ji ji ji.
—¡Enhorabuena hija, eres la mejor!, y tú, Lio ¿to bien?
—¡Aún siguen, padre!
Venancio felicitó también a Liando por el buen trabajo que había hecho, y se abrazaron los tres.
—Esta puerta pué cerrase sin ruio, vamos a dejala atrancá, como abre pa fuera… con esos palos la atascamos ¿vale? —propuso el padre.
—¡Vale, vamos! —respondió Liando.
—¿Y la ventana, padre? —preguntó Paquita.
—No tié problema, Frasquita, esa está fija, no pué abrise, ahí van a quedase, en pelotas hasta la alborá ¡venga, a cerrar esa puerta!
Cerraron sigilosamente la puerta y la atrancaron, cogieron la ropa y se la llevaron consigo. Pasado el peligro y ya casi en las primeras casas del pueblo, se felicitaron los tres por la hazaña conseguida.
—¡Jo, ha sío fantástico! —exclamó Paquita—, ¡que aventura! ¡yo quiero más!... ja ja ja.
—¡Eres una fenómena, Frasquita!
—¡Que cojones tié, padre!
—¡Niño, coño!... ja ja ja—rió Venancio—, y tú mozo… ¡eres valiente! ¡rediósla, llegarás lejos! ¡hombre!
Llegaron a casa y entraron con las ropas de los recluidos más contentos que una banda de monos en una plantación de bananas. Cuando las mujeres vieron aquello, comprendieron que la aventura había salido bien.
—¿Y con eso que vais a hacer? —preguntó Tomasa.
—¿Esto?... esto voy a colocalo en el pilón de la fuente la plaza, to lo redondo qués y encima voy a ponele este papelico con una piedra.
En el papel había escrito Venancio: 
“Mas robao la huerta, 
de la tierra que yo cavo,
ahora van a sabelo,
ande entierras tú el nabo”
Y firmaba “El cabrero del Villar”.
Paquita terminaba de relatar el episodio y el desenlace de esta historia a su sobrina y a Lola 
—Lo que ocurrió después —explicaba Paca—, es fácil de imaginar. El dueño del establo encontró desnudos al Marruecos y a la Beata, no quiso bajarles la ropa porque en el pueblo era muy querida la hija del guardia civil. El dueño de la ganadería les hizo subir al pueblo y cruzarlo de punta a punta, así, como los había encontrado, completamente desnudos. Allí, en la fuente, recogieron la ropa, cuando ya la había visto todo el pueblo. Ese mismo día, prácticamente al punto de la comida, el papel escrito por Venancio aterrizó en la mesa del despacho del padre de la Quebrantos en el cuartelillo. El Marruecos salió esa mañana hacia algún destino desconocido y bien oculto. El padre de la Quebrantos se pasó año y medio buscándole de pueblo en pueblo, para hacerle pagar la deuda con su hija. La Beata pasó meses sin pisar la calle, le hacían llegar lo que necesitaba hasta que un buen día, decidió acabar con su encierro sin imaginarse que iba a sufrir una emboscada por parte de las mujeres del pueblo, las más allegadas a la Quebrantos. Le dejaron la cabeza como una bola de billar y la llevaron en procesión desnuda por todo el pueblo para su vergüenza y escarnio. Nadie se atrevió a denunciar a nadie por este hecho, y la Beata tuvo que dejar el pueblo para irse a rezar a la parroquia de, vete a saber que otra población, domicilio de algún familiar, dicen que por Andalucía.
—¡Que fuerte, que fuerte, que fuerte! —exclamó Julia.
—¡Si, ya ves!, mi suegro también se las traía, las liaba pardas… ji ji ji.
—Que fuerte el castigo ¿no?, total, por unas lechugas de nada… —afirmaba Lola.
—Mira Lolica, en El Villar, de siempre ha sido sagrao el respeto de lo que pertenezca a los demás, se estaban llevando el sustento de una familia por una parte. Si la ley era y es la ley, en El Villar es corregida y aumentada en ese aspecto, el robo y la cuerna en El Villar eran delitos capitales, aunque el último muy repetido por capital que fuera, que al fin y al cabo, robo y cuerna bien mirao es lo mismo. Mi padre, bueno, quiero decir mi suegro, hizo pagar a esa gente por los dos delitos, hizo un favor a la Quebrantos al mismo tiempo que se lo hacía a él mismo. Poco significaban esas lechugas, o ¡mucho!, según se mire, pero la Quebrantos era venerada en el pueblo, una gran mujer, fue justo castigo para la mentalidad de aquel tiempo.
—¡Uf!, me imagino lo que se le estaría pasando a Venancio por la cabeza cuando colocase la ropa en la fuente —decía Lola.
—¡No, no fue él!, no… je je je. Cuando dijo lo que iba a hacer con aquella ropa, mi madre le pidió que le dejase ese placer a ella misma, y fue la Tomasa quien subió a la plaza a colocarla, sujetando la nota con la llave de la puerta que yo retiré… ja ja ja. Mi madre quería mucho a la Quebrantos, Dios la tenga en su gloria, quiso poner su granito de arena ¡que jodía Tomasa!

Haciendo click sobre la foto accedemos al audio del fragmento.

  • Facebook Classic
  • Twitter Classic
  • c-youtube

Síguenos

bottom of page