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La muerte de Agustina.

 

—Macordé de cuando la madre, de cuando la Agustina, Liando, se fue mu pronto, por eso tenía miedo.
—Tú las querío mucho ¿eh Paca?
—Era mi madre, yo tenía dos madres y si una me quería, la otra madoraba.
—¡Probe mujer!, era la vía de tos.
—Nacer el Faustinico y caer mala, to fue uno. Tu hermano apenas la conocío, dos años o así tenía, me acuerdo de aquella tarde...
—¡Liando Liando!
—Diga usté madre.
—Antes de que os vayáis has de llevale a tu padre este paquete, pa que lo suba a la taberna y que diga que son las yerbas pal tratante.
—No se apure usté en na, Agustina —dijo Paquita—, nosotros mesmos se lo llevamos.
—¡Gracias hija mía!
Los cabreros estaban recordando tiempos pasados.
—Mi padre y el Ambrosio se habían bajao al huerto a regar porque a la mañana no había podío hacese ¿tacuerdas Frasquita?
—Si claro que macuerdo Lio. Habíamos dicho al Venancio de ir pa ayudalos, pero el Ambrosio le dijo: “¡Bah padre! déjelos usté ir pa que se diviertan que aún son niños, ya habrá tiempo de sudores pa ellos también”... y tu padre no puso pegas, solo le dijo al Ambrosio: “¡Pues tiés razón, zagal! Venga chicos ¡a cascala! ¡largo daquí!... ja ja ja”. Me extrañó cuando poco antes de inos, tu madre, que te debería haber puesto el ungüento, me dijo sentada al lao de la lumbre:
—Paquita hija, hoy no puedo, casi no me tengo en pie, pónselo tú en un momento antes de iros, que él con esas manos, otra cosa si no daño no habría de hacese, pero ha de lavase primero.
—Madre —dijo Paquita—, pa no perder tiempo, que la vega está lejos, nos llevamos el frasco y aluego el baño se lo pongo.
—Como queráis hijos, pero cuidao ande vais y con quien, que no pa tos hay confianza.
—Pierda cuidao madre —dijo Liando—, después ya no va haceme falta, que creo que voy a dejalo en cuanto el Faustinico pueda seguime los pasos y pa eso no quea tanto.
—Así fue Liando, y nos fuimos a la vega, al arroyo a bañanos en nuestra encerrá.
—Algún día bajaremos otra vez en cuanto vayamos al pueblo, pal buen tiempo. Seguro que ahora, después de haber hecho la quema el Raimundo, se pué pasar. De haber estao como entonces, mis huesos ya no darían pa doblase como en aquellos años y los tuyos aún menos, Paquita.
La encerrada no era si no una curva del arroyo, que más tenía de río que de regato, donde de tanta frondosidad que había entre ramajes, hierbas y zarzas, tanto el acceso como la vista eran poco menos que imposibles. Durante el tiempo que transcurrió desde la niñez de Paquita y Liando, hasta bien entrados en matrimonio, nunca vieron a nadie que les ocupara la encerrada, ni señales de haber sido hecho por personas distintas a ellos mismos. Por casualidad la descubrieron cuando un día, jugando a exploradores, dieron con un paso entre las zarzas por el que apenas cabían y para atravesarlo debían hacerlo gateando hasta llegar al río. Al otro lado, los arrastres de arena de las avenidas habían formado una minúscula playa, donde justo se cabía tumbado casi con los pies en el agua y el río formaba remanso. El fondo arenoso y prácticamente plano era ideal para el baño, en ninguna zona el agua llegaba a cubrir, pero si tenía anchura y longitud para dar unas brazadas.
A nuestra pareja de amigos les encantaba acudir a bañarse a la encerrada y lo hicieron desde la misma semana que se conocieron, hasta el día en que comprendieron que ya sus cuerpos no daban para incursiones reptadas y tan ajustadas de espacio, y no solamente porque ambos hubiesen crecido a lo alto y a lo ancho, sino envejecido sus huesos incapaces de doblarse tanto.
Aquel nefasto día los niños se habían bajado hasta la vega. Venancio y Ambrosio sólo con abrir las compuertas de riego y recoger dos sacos del casillo, que ya tenían llenos de restos secos de hojas de los árboles y hortalizas, se subirían a la casa más tarde. Ya podridas la hojarasca y resto de hortaliza, mezclado todo con el mantillo del ganado, la venderían como buen abono para viveros y macetas. La prevista poca tardanza de padre e hijo en volver del huerto, fue lo que motivó que Agustina no diese importancia al hecho de quedarse sola aún con dolores, tan solo debía de ser por un periodo corto de tiempo.
Los chicos, aunque ya adolescentes, aún seguían bañándose como lo hacían desde niños, con toda la naturalidad y limpieza de conciencia que juntos aprendieron y cuya raíz les fue infundida por sus padres. Nada más traspasar aquella jungla de zarzales se desnudaban y entraban al agua, que también en verano baja fresca. No estaban muy lejos de la sierra, más bien al pie, donde el color de la tierra y la propia vegetación del lugar, hacen su cambio de color de meseta a serranía.
Aquella tarde transcurría como otra más de tantas y tantas que allí pasaban. Habían estado practicando sus nuevas técnicas de natación, inventadas por ellos mismos y tan solo aprovechadas por Paquita, Liando nunca aprendió a nadar. Estuvieron jugando con una pelota hecha por Venancio a base de capas de badana, que envolvía un núcleo de pelo de cabra con una flotabilidad aceptable. Cuando dieron por terminado el baño salieron a secarse tumbados al sol, que a través de un espacio entre las copas de varios árboles se filtraba en la encerrada. Una vez secos, Paquita se dispuso a dar el ungüento a Liando. El día de antes se había hecho una preselección entre los chicos del pueblo, para escoger dos de ellos que participarían en una nueva edición del concurso o juego de la Mojá, en las fiestas de Villavieja. Existía la creencia en aquel tiempo, de que un triturado de espliego y romero con una base de aceite de oliva, calmaba las molestias que dejaba el esfuerzo de la Mojá en el miembro viril de los participantes, y además, si se aplicaba antes de la competición ayudaba en el momento del disparo a soportar las propias del “apretón”. Paquita aplicó una pequeña cantidad sobre la “Leoparda” de su amigo y con sus dedos fue extendiendo sobre toda ella la esencia de hierbas triturada.
—Recuerda lo que dice la madre, Paquita, échamelo patrás y to alrededor —decía Liando manteniendo un leve gesto de dolor que Paquita podía apreciar viendo sus dientes apretados.
Liando quiso retirarse de los campeonatos siendo el mejor concursante, como lo había sido siempre desde que empezó a competir. El día de antes lo dio todo en la preselección y no fue en vano, porque una vez más siguió siendo el mejor de los seleccionados.
—¿Te duele? —preguntó Paquita.
—Un poco, por eso no puedo ayudate, Frasquita.
—No importa Lio, tranquilo.
Liando quiso poner algo de su parte para hacer más fácil el “tratamiento” a Frasquita, y no dejaba de mirarla recorriendo con su vista hasta el último resquicio del cuerpo de ella, pero las molestias y el dolor le superaban.
—¿Tu crees que vas a poder, Lio? Solo quedan dos días.
—Será la última vez que me midas la Mojá compitiendo Frasquita, y quiero que lo hagas ganando como siempre, que somos los mejores, como ha de selo después el Faustino, como ha de selo siempre un Laparda. Hay que hacer el esfuerzo y lo haremos aunque duela.
Terminado ya el tratamiento y ya un poco más relajado, Liando pudo oír de lejos una voz que gritaba, no la entendía bien, aunque al oírla por segunda vez más atentamente, comprendió que se trataba de Ambrosio que se aproximaba gritando desgarradamente.
—¡Frasquita!, ¡mi hermano! ¡Algo pasa! ¡vamos rápido!
Los dos chicos se vistieron a la velocidad de un rayo, salieron por el paso del zarzal a toda prisa. Liando salió con toda la cara arañada por las espinas de las zarzas.
—¡Liando, Paquita! ¿Ande estáis?
Ambrosio no podía verles.
—¡Aquí Ambrosio! ¡aquí, al otro lao!
—¡Rápido rápido, a casa! ¡La madre, está muy mala, se muere Liando! ¡Rápido!
—¡Dios mío! —exclamó Paquita—, ¡Vamos, vamos!
Y salieron a toda prisa dando alcance a su hermano. Paquita era un auténtico galgo corriendo, tanto, que llegó antes que los dos hermanos a casa. A la puerta se encontraban varias mujeres del pueblo, y vio la niña que algunos de los maridos de ellas venían desde la era. Paquita aflojó el paso ya casi entrando desde el corral, se paró en mitad de él observando detenidamente la puerta de la casa y a quien en ella había. No le hizo falta más, se dio la vuelta, volvió a la entrada del corral y vio a los hermanos que llegaban. La niña les miraba fijamente y ellos se dieron cuenta de lo que podría haber ocurrido, dejaron de correr y dieron los pocos pasos que les faltaban muy lentamente y asustados.
La niña no respondió, se le abrazó llorando y él a ella. Ambrosio miró al cielo y preguntó a las alturas: “¿por qué a nosotros? ¿por qué a ella?”. Se sentó en el poyato y poniendo su cabeza entre las manos comenzó a llorar. Salió Venancio al oír el llanto de sus hijos, se acercó a Paquita y a Liando, el pequeño se le abrazó y el padre lo cubrió con sus brazos. Frasquita se sentó al lado de Ambrosio, le cogió una mano, con la otra le volvió la cara, le dio un beso en la mejilla y le abrazó. Ambrosio le abrazó también con fuerza mientras le decía:
—Paquita, se nos ha ío el alma de la casa, se nos ha ío la madre —lloraba sin consuelo.
Paquita también lo hacía, pero se esforzó en poder mantenerse por encima de Ambrosio y apartándole un poco, le cogió la cara con sus dos manos.
—Te juro por mi propia vía, que ni yo ni mi madre dejaremos de cuidaros, que la Agustina desde las alturas ha de velo, que su espíritu ha de quedase entre nosotros y nos va a mantener siempre uníos ¿mentiendes hermano? Pase lo que pase.
El la volvió a abrazar de nuevo a tiempo que le decía:
—Cuida bien de mis hermanos, Frasquita, cuídamelos bien.
—Ya te lo he dicho, Ambrosio, aunque me deje la vía en ello.
Liando y Paca recordaban aquel funesto momento.
—Por eso me dio miedo, Liando. Nosotros éramos pequeños, adolescentes y aún más pequeña es la Marieta, tu hermano Ambrosio lo encajó muy mal y no tardó en ise definitivamente.
—Te entiendo muy bien, tu lo pasastes mal, perdistes en poco tiempo al padre, a tu hermano, a la madre y a tu abuelo, que al fin y al cabo tos eran familia, de una forma o la otra y muy joven, demasiao joven, Frasquica.
Aquella noche del fallecimiento de Agustina, no trascurrió como solía ser frecuente por aquellos tiempos en otros lugares; llantos los justos, ofrecimientos todos, nada de plañideras, nada de falsos pésames de gentes ajenas, todo en su medida, todos se conocían, todos sabían a donde llegar.
—Venancio —dijo Tomasa—, los chicos que se suban pa casa con la Pilar, se ha ofrecío a pasar la noche con ellos, el Genaro se queará aquí contigo si te paice bien.
—Que se suban, Tomasica, pero el Ambrosio aquí conmigo, que ya es un hombre y tié que ver la vía de cara.
Ambrosio lo oyó y le dijo a Venancio:
—Yo con usté padre y con la madre hasta su sepultura, que se suban a su casa Tomasa.
Venancio dio dos palmadas en el hombro a su hijo mayor y este cogiéndole por el brazo dijo a su padre:
—Descanse usté un rato, padre, la noche va a ser larga.
Pilar se hizo cargo de Faustino, de Liando y de Paquita. Genaro era ganadero de la zona, amigo de Venancio, quien más tarde daría trabajo a Liando. Pilar, su mujer, conocía muy bien a los hijos de los cabreros por tantas tardes y mañanas compartidas con Agustina, y a Paquita por Liando, que compartían casi el cien por cien de su tiempo.
Pilar preparó en casa de Tomasa cena para los niños, el abuelo de Paquita y ella misma. Juan, el de Ribalobas, la ayudó en lo que pudo, dentro de lo que su edad y su condición física le permitían, incluso intentó alegrar a los niños un poco contándoles viejas historias de cuando él también lo era, pero se quedó en eso, en el puro intento. Los críos estaban tristes pero unidos, hasta en los peores momentos, como era el que estaban viviendo.
Decidieron los chicos subirse al cuarto de Paquita, mientras Pilar preparaba cena para llevar a casa de Venancio, aprovechando que el abuelo estaba sereno y así lo hicieron. El abuelo estaba pensativo, abstraído, se quedó mirando un momento a Pilar y esta le preguntó:
—¿En que piensa usté abuelo?
—Yo seré el siguiente, Pilarica, lo sé y lo presiento, muchas noches la oigo, se pasea por mi alcoba y me entra frío, mucho frío, me está esperando... me llama y me resisto, pero casi estoy ya sin fuerzas, no tardará en llevame la de la negra sombra, porque siento su aliento en mi cuello cada vez más cerca y se deja ver y hasta tocala se deja, que entra por la ventana y en entrando la luz de la luna enturbia y hasta apaga las estrellas ¡que la siento, Pilar, que la siento! Y una noche ha de llevame, porque el día no la deja, que el Juan de Ribalobas ha de llevase sus vergüenzas en la penumbra de la noche pa bien escondelas, por borracho, por dejao y por los pecaos de atrás y por su mala concencia.
—No diga usté esas cosas, abuelo, que si así fuesen, hasta le digo yo a usté que si se cree usté malo, bicho malo nunca muere y si se muere deja su herencia, ¿ande tié usté la suya? Y na tié que esconder, que lo suyo con el vino, más tié de olvidar penas que de buscalas, no se ponga usté de trapo que de buen paño es.
—¡Ay Pilarica Pilarica! ¡que buena eres! ¡Dios te guarde muchos años!
—¡Y también a usté abuelo! ¿y qué, le huele a usté bien el puchero?
—¡Bien me huele, bien! ¡anda hija! Bájaselo a esos probes, que falta va haceles, que va a ser la noche mu larga y destos no tiés que preocupate, que se quedarán dormíos, aquí pasan muchas noches y hasta ahora han dormío juntos, no pasarán miedo, aunque no será por mucho ya, pero en edá aún están de hacelo. Vete y pierde cuidao, que aquí yo espero por si en algo puedo ayudar.
Pilar acomodó el puchero sobre un paño y las dos cosas en una cesta, se fue a llevar algo caliente a la casa de Venancio, que como decía el abuelo, bien habría de venir a esta familia sumida en el dolor.
El abuelo se quedó pensando: “Bien encaminá vas Pilar, que con el vino mato las penas, las que me guardo y no dejo escapar, que mis penas mías son y no son de naide más, que me están quitando la vía de gota en gota y de poco en poco y si intento respirar, otra vez ha de venime el recuerdo, pa volveme a echar por tierra lo poco de resuello cogío en el intento de olvidar y eso, ¿quién ha de sabelo? si yo contalo no he querío, que me pasao la vía guardando pa solo aparentar que lo bebío es de vicio... bebío por bebelo na más, ley de vía será, ¡vete tu a sabelo!
Liando y Paquita se consolaban cada uno con la presencia del otro. Estuvieron hablando largo rato y decidieron quedarse con los buenos momentos vividos con Agustina, incluso sonrieron recordando de cómo al llegar al pueblo, Paquita se hizo con el cariño de la madre de Liando, como con el de su padre y Ambrosio. Recordaban los juegos en el corral, cuando Agustina hacía de señora gallina y ellos de pollos o cabras y de pastora la madre. Recordaron cuando ayudó a Liando con las palabras en el escrito de Don Galo, de cómo enseñó a Paquita a manejarse con el ungüento o incluso a lidiar entre pucheros, sartenes y cacerolas, de cómo recibieron el nacimiento de Faustino o de cómo se le iluminaba la cara al verle y sentirle mamar y casi no le dio tiempo a disfrutar de él, tan solo dos añitos.
—Por eso me dio miedo Liando y llegué a mal pensar que la María podría ise como se fue la Agustina, sin apenas disfrutar.
—¡Ya pasó to, Paquita! Ahora hay que mirar palante, que a tos nos quea mucho por vivir, que a unos más que a otros pero por poco o mucho que sea, hay que terminar lo empezao. La María ha de ponese bien y la tendremos más cerca todavía y ahora Paquita a descansar.
—¡Sí Liando, sí! —dijo Paca entre bostezos—, ¡Hasta mañana Lio!
—¡Hasta mañana Frasquica, que descanses, reina del avellano!

 

 

 

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