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Maríeta hace de Juez en el tiro al blanco

—Pues de momento, cuando veas que puedas hacelo, te subes, te coges to lo que sea de estropear y te lo traes pacá, pa que le vayas dando buena cuenta, agarras to lo que sean ropas, la tilevisión con sus paratos y to lo que tú comprendas que es de usalo allí en la capetal, muebles no han de hacenos falta de momento, queso ya te lo iré diciendo y ya sabes, esa casa es como un cuartel, así que en el propio momento que te se cruce, te vas pallá, que a ti ninguna excusa ha de hacete falta pa pasar allí uno, dos, treinta días o como si quiés echar raíz allí, tu mesmo, queso ya te lo he dicho en antes.

—¿Y la niña? —preguntó Fernando—, ¿el colegio?

—¡Bah! Eso no tié mucho problema. Allí podrá acabar el curso y sí de perdelo hubiera, que no va a ser así, la novia del chico, del Higinio, es maestra, ya la llevaría al día, aunque sea a ratos, pero ella mesma seguro que le arregla lo del colegio, en eso pierde cuidao, mañana mesmo hablaré con ella.

—¡Veo que lo tienes ya to más que masticao, pastor!

—Así es, ¡al toro por los cuernos, Fernando! y en cuanto tenga to un poco asentao y eso ha de ser no más de una semana, habrá que hacese un viajecico pal Villar y pa Fuentecangrejos, pa despedise de la gente. Voy a echar esto de menos ¡hay que jodese!

—Cuantos raticos hemos vivío de chácharas, aventuras y paliques.

—¡Eh eh! Que solo es pa los fríos, Fernando... je je je.

—¡Bah! Aún así.

—¡Que leches! Aún me falta que venir muchas veces aquí a enredar, a ver a esas tres dar leche, a ver a ese rufián si en acostumbrándose a la capetal, me las sabe llevar aún y tendré que ayudate a limpiar la templá.

Al decir esto, los dos amigos se miraron, como conectados se sonrieron y como dos almas gemelas pensaron lo mismo.

—¿Vamos? —preguntó Fernando.

—¡Ya te digo! —respondió Liando.

—En el cajón, los de décima, pal pájaro.

—¡Marieta! ¿te asustan los tiros?

—No, a mí no me asustan, ya he visto disparar, mi papá disparaba en el Club, en Madrid.

—Pues ven, que vas a ver disparar a dos viejunos, hija.

—¡Bien bien, vamos!

—¡Ahí la tiés, Fernando! ¡otra Frasquica! Deja que crezca y verás… je je je.

Los dos amigos cogieron las escopetas y munición. Salieron al prado, al ser temporada y día tampoco habría de ser problema que los tiros fueran oídos por terceros.

—Toma Liando, ves bajando al vallao que ahora voy.

Fernando dio su escopeta al cabrero y fue al cobertizo. Así lo hizo Liando. La niña y él bajaron en dirección al arroyo hasta el vallado que delimitaba la propiedad de Fernando. Al poco apareció el general con la carretilla llena de todos cuantos botes y botellas pudo encontrar, disponiendo unos cuantos en distintos sitios, alturas y distancias.

—Ocho pa ti y otros ocho pa mi —decía al cabrero—, al primer tiro y los dos seguíos ¿te parece?

—¡Tú mesmo!

—¡Hija! —dijo Fernando a la niña—, tú dices quien dispara cuando haya disparado el otro y vas llevando la cuenta ¿sabrás hacelo?

—¡Pues claro! —dijo la niña—, ¡Venga!

Pasado algo menos de un minuto, comenzaba la diversión.

—¡Preparados! —gritó ella—, ¡Listos! ¡Fernando!

¡Pum pum! Fernando envió los dos botes que el cabrero le había lanzado al aire, al otro lado del vallado.

—¡Ahí tienes, capitán! Aún me funciona la vista... je je.

—¡Preparados! ¡Tío Liando!

¡Pum pum! Liando hizo lo propio con otros dos.

—Bueno bueno—dijo el pastor—, no paice que me van mal tampoco los faros ¿no te paice a ti?

—¡Ya veremos, cabrero!

—¡Preparados! ¡Fernando!

¡Pum pum!, volvió a disparar Fernando.

—¡Toma ya! ¿dónde están las botellas?

—¡Las has hecho añicos! —exclamó lan niña—, je je je... ¡Preparados! ¡Tío Liando!

¡Pum pum! Resonaron de nuevo en el aire los dos tiros encadenados del pastor.

—¡Coño! ¿y esa qué? ¿es que la has clavao al maero, general?

Liando había fallado uno de los dos tiros sobre dos botellas apoyadas en el vallado, su segundo.

—¡Sí si!... je je je —se reía Fernando—, ¡Anda ya!

En esa tirada ganó Fernando por ocho a seis. Liando tuvo ocasión también de fallar el último tiro de los ocho.

—¡Pues chico! —exclamaba el cabrero—, ¡no acabo de entendelo! De mozo, así en parao, en la vía he fallao un tiro.

—¡Sí si...de joven Liando, de joven!

—¡Leches! Que tú no eres del día... je je je.

—¡Bah! Seguro que te saco más de mil tiros.

—Eso sí y alguno más también. Llegó un día que, ya sabes, la pierna se acordó del día el lobo y dijo que hasta aquí habíamos llegao cazando, general, pero tú has seguío y bastante.

—¡Venga! —exclamó Fernando—, ¡Al vuelo! Cuatro cada uno ¿va?

—¡Amos! —exclamó ahora Liando—, ¿quién empieza Marieta?

—Fernando mismo—respondió la niña.

—¡Pues venga, Liando! Cuatro botellas pero que vayan bien colocaícas ¿eh?

—¡Va la primera!

—¡Ya! —gritó Marieta.

Al primer tiro, Fernando la hizo desaparecer y así dos más, la cuarta cayó al suelo entera. Liando perdió por una botella, solo acertó a dos, se le notaba la falta de práctica. La niña se lo había pasado genial y se atrevió a decir a Fernando:

—Una vez mi papá me dejó disparar.

—¿A ti?

—¡Sí! Se puso detrás y me fue diciendo.

Fernando miró al pastor como quien busca respuesta. Liando se quedó un par de segundos pensando y se encogió de hombros. El general buscó en la caja un cartucho de los recargados por él mismo, uno de los más ligeros en pólvora, de esos que él a veces apartaba para tirar en la finca, lo metió en la templá de Liando, que era algo más corta y menos pesada que la suya. Mientras lo hacia, Liando había colocado una botella sobre una piedra a unos treinta metros más o menos, calculando que a esa distancia, ya habrían abierto los perdigones bastante para que la niña acertase con el tiro, sin dejarse la botella en el centro del abanico de plomos. Marieta se afianzó el arma como pudo, debajo del brazo, la culata era demasiado larga.

—Como si no tumba la botella—dijo Fernando—, lleva muy poca carga y apenas tendrá retroceso esa vaina.

Una vez tuvo el arma colocada, se puso Liando tras la niña.

—¡Sube un poco más, Marieta! ¡ahora un poquito más a la izquierda! ¡ahí! ¡dispara!

La niña disparó y cayó hacia atrás encima de Liando, que a su vez acabó con su espalda en tierra. La niña arrancó a reír a carcajadas, era incapaz de parar de hacerlo y cuanto más reía, lo hacia también con más intensidad. Tan contagiosa fue esa risa, que Liando no acertaba a ponerse de pie y la niña aún menos. Estaban literalmente revolcándose en la hierba y Fernando que en un principio se había llevado su buen susto, al ver caer a la niña hacia atrás, no tuvo más remedio que sentarse para poder sujetarse, también contagiado de las carcajadas de su amigo y Marieta y entre risas, como pudo, preguntó a la niña:

—¿Pero no has dicho que disparaste con tu padre?

—Sí, un perdigón con una carabina de aire comprimido —respondió ella seguido de una risa más intensa.

Aún tardaron un ratito en recuperarse. Los perros, que al oír los tiros se habían presentado como meros espectadores, se miraban como si para sus adentros perrunos se estuviesen diciendo: “¡Bah, están como las mismas cabras”. Cuando acabaron, ya rendidos y casi con agujetas de tanta risa, recogieron cuantos cascotes pudieron en la carretilla y subieron de nuevo a casa.

—¡Oye Marieta! —dijo Liando—, Si cuentas esto a la mamá, igual se asusta.

—¿Mamá?... ji ji ji, si le cuento esto, la próxima vez que venga por aquí se apunta a la guerra.

—¡Ay Señor! —exclamó Liando—, Dios nos cría y nosotros aluego nos juntamos ¡como está el mundo!... je je je

—¡Anda vamos, que empieza a refrescar! —recomendó el general.

Todos entraron a la casa, animal y personas.

—¿Has visto cosa igual, Cristóbal?

—¡Guau guau! —respondió el perro.

—Ha dicho que no, Marieta—respondió Fernando.

 Y de nuevo volvieron las risas.

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