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La primera liebre

—Desde que a este le fallan las rodillas, ya no tantas, pero mira que hemos echao mañanas de caza —intervino Fernando refiriéndose al cabrero.

—No habré pegao tiros desde el primero… je je je.

—No lo diste conmigo el primero, cabrero —aseguró Juanito.

—¡Quiá!, aquel lo di con mi padre, el primero, que lo eché al otro lao del pueblo tirando pa la carretera el Santuario, una mañana desas que no sabía el padre si salir o no, bien entrao Setiémbre, más bien pué que fuese ya Octubre. Habiendo llovío y en saliendo las setas, que al final se decidió tirar pal campo, de no echar pluma al morral ni tampoco pelo, malo habría de selo el no coger alguna seta pa echala al guiso, y aquella mañana del Domingo, después de sacame de la cama y dar al Ambrosio el mandao con las cabras, tiramos a buscar las perras del Hilario, el de la cerrá dal lao de la nuestra, que por aquellos tiempos las tenía al cargo mi padre de enseñalas pa su hijo, que de vez en cuando venía de la capetal pa gastar algún cartucho al pueblo. Y ahí teníais al Venancio, escopeta al hombro y talego en el morral, y a mí con mis ocho o nueve años o diez to lo más, con mi taleguillo a cuadros y navaja en mano pa dar buena cuenta de la seta que saliese al paso. A to esto, empezamos por el polvorín, andestá la fuentecica del medio chorro, que hoy ni fuente ni na, y de allí, con la vista en el suelo el crío y el padre del suelo al frente y de aliaga en aliaga, poniendo el ojo por si la liebre y oío por la perdiz, y si a mano estaba y entre las nubes se dejaba caer, buscando el brillo del sol entre los cantos del arial, por si el lustre de la seta había de delatala, aunque esa mañana con cuidao andaban, que pocas se dejaban ver. De a pocos un paso allá y otro más abajo que nos hicimos la cordillera, poco más bajos quel borde el pinar, hasta la aldea del Santuario y no más pallá, porque de ir cazando al paso que te marcan perdiz, perros y terreno, al ir al paso que te dan, buscar las de cardo… hay, en tiempo, bastante diferencia y no estaba la cosa de avanzar más.

—¿Qué desean los Señores? —preguntó el camarero.

—¿Tos café? —preguntó Julián a los demás.

—¡Sí! ¿no? —respondía Fernando—, ¡sí!, después en casa se prepara más, no te preocupes Julián, un café va bien.

—¿Con leche, Señores?

—¡Si!, templaíca ¡por favor!

—¡Marchando cuatro con leche! —pidió el camarero en la barra.

—¡Eso es, Miguel, muchas gracias! —dijo Julián.

—¿Pero no echasteis na en to la cordillera, Liando? —preguntó Juanito.

—Pudimos velas al vuelo, pero fuera tiro, mu largas. Se conoce que con el viento a favor olieron a las perras, así que en llegando al Santuario dijo el padre de cruzar la carretera y pasanos al otro lao por probar más la suerte en la otra laera, que de no haber liebre habría setas. Y allí enganchamos el camino vuelta, rebuscando ariales y cipoteros, las caeceras los rastrojos y la media laera, a paso corto. Y pasao más de la mitá del camino vuelta, cansose el padre y me pasó la escopeta diciéndome: “¡eh, cuidao con esto, que está cargá!, esto es el seguro ¿lo ves?... y va echao, llévala un rato que vamos a dejar bien mirao este calvo, que tié que haber alguna seta porque aquí mesmo hay cuatro, ¡voy a cortalas!, y si sale algo, no vayas a tirale que es peligroso, ¿más oío bien?”. Oíle le oí, pero lo de hacele caso… Yo le respondí al padre: “Le he oío padre, pierda usté cuidao”.

—Je je je… te imagino Liando —intervino Julián—, tú to cuidao con lo quel Venancio te había puesto en las manos.

—¿Cuidao?... je je je. Lo que iba es to orgulloso de la responsabilidá que me había dao, más chulo que un ocho y con más ojo que un soldao, pero al matorral. Y el padre que había visto alguna de cardo, amontonándolas de a pocos pa luego cogelas. Yo ya me había separao un poco y en esto que veo entrale la perra manchá al cipotero, al otro lao, lo más parecío a una trinchera de la guerra, y to cuesta arriba. La perra nerviosa y empujando al otro lao del espino y en eso que sale la orejona enfilando la cuestarriba, a mí me pudo más el istinto que el cuidao, me eché la escopeta parriba al tiempo que le saltaba el seguro, pero sin llegar a encarala que no me daban los brazos pa tanto. Tiré a la remanguillé y a sobaquillo, que buen meneo me dio la culata en el costillar, pero miá tú que debiose encontrar la pieza con los perdigones, de suerte que la dejaron tumbá, pero tocá de los reñones y de la parte de atrás. El padre corriendo me vino “¿Qué pasa? ¿qué pasa?” me preguntó asustao, “¡la liebre, la liebre!” le decía yo a grito pelao, “¡que ahí la tié usté, que le dao!”. Saltó el padre el cipotero como si de las olimpiás fuese y allí tenía el animal bufando como un gato cabreao, que no había por donde echale mano. Al descuido del bicho, por la trasera lo cogió, si no fue por las orejas, que de eso ya acordame es mucho acordame, que la puso bocabajo y dándole entre las orejas, los dolores le quitó de un solo sopapo, dando por abatida la pieza.

—Buena sería la bronca —apuntó Fernando.

—¡Quiá!, ensolutamente na. Al Venancio se le abrió una sonrisa de oreja a oreja, se echó la orejona al morral, recogimos las pocas setas que había cogido y tiramos por la caeceras pabajo y más aprisa de lo que habíamos ío hasta el momento. ¡amos!, que llegamos a la casa en na y menos. To fue dejar la liebre, los perros y la escopeta y tiranos pa la taberna a remojar las tripas, que igual de lo andao iban ya secas, aunque ahora me se figura a mí con el pasar del tiempo, que más bien fue pa dar anuncio de que había un cazaor más en la casa, que es lo que yo habría hecho de haber sío cazaor el chico mío y de habeme pasao lo mesmo. allí le dijo al tabernero, que por entonces se llamaba como tú, Juan y también cazaor era: “Miá Juanito, que si quiés aprender a dale caza a las liebres, este pué enseñate”, refiriéndose a mí y allí nos reímos los tres, mi padre satisfecho por la mi primera orejona, yo por la confianza del padre y el tabernero de venos las caras a los dos… je je je. Ande habrá ío a parar la vaina que me hizo firmar, macuerdo como si viéndolo ahora estuviese, una vaina de cartón verde con un perro grabao en negro, un pointer manchao ¡que tiempos aquellos!... ¡que tiempos!

—Ya te dije el otro día Liando, que cuando quieras, una vueltecilla podemos dar —recordaba Fernando.

—Pequeña ha de selo, Fernando, questas piernas ya… je je je.

—¡Bueno, hombre!, to se andará.

Todavía, tras los cafés, aún llegaron unos chupitos de hierbas y algún que otro Orujo para rematar la reunión, se comentaron algunas cosas del día, como por ejemplo las horas a las que cada cual iría al hospital según los planes, la hora a la que llamaría el dueño del taller para ir a meter la Chapona dentro y algún que otro fleco de la conversación mantenida la noche anterior.

 

 

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