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Lobos.

Emprendieron regreso los cuatro, ciertamente era una noche oscura, pero la prudencia de Fernando mantenía a todos tranquilos. Fueron bajando por un camino que bordeaba el monte, por el que se llegaba mucho antes al caserío de Fernando que haciéndolo por carretera y luego tomando el desvío. La niña se había quedado dormida, estaba muy cansada después del sofoco producido por la situación que estaba pasando. Cerca estaban ya cuando el general vio a unos metros de la Chapona brillar algo extraño en la oscuridad. Sacó una mano entre los asientos y tocó en la pierna de Paca, esta se incorporó acercándose a Fernando y Liando dijo en voz muy baja:

—¡Ahí los tenís! Luego dice esa gentuza que to es mentira y qués pa sacar dinero ¡lástima escopeta!

Liando se dispuso a hablar de nuevo cuando intervino Fernando:

—¡Chits, que no se entere la niña! no se vaya a asustar.

—¿Pa donde tiran? —preguntó Liando.

—Pabajo—respondió el general —, y van cuatro ¡y que no se lo crean, manda pelotas la carga leña!

—¿Pabajo? ¡no fastidies! —exclamó Paca.

—¡Joder, pabajo van, leches! Y nosotros aún tenemos que rodear. Llegarán al caserío, si es que allí van, antes que nosotros —respondía Fernando—, pero no te preocupes, al almacén no entra ni el tanque más grande que se pueda fabricar, las cabras están a buen recaudo.

—¿Y la Lazarina? —preguntó Paca.

—¡Coño, esa sa quedao fuera!, si bajan y los ve se meterá, lo malo si le entran por detrás.

—¡La madre que los parió! —dijo Liando—, tira hacia esa vuelta, que está a dos pasos y para.

—¿Qué vas a hacer, hombre? —preguntó Fernando.

—Hame caso, tira y párate ahíneso, que se lo que hago.

Así lo hizo Fernando. La niña se despertó. Bajó Liando de la furgoneta, habían parado en el camino, al borde del monte donde se encuentra una pequeña depresión, parecida al cauce seco de un río y que terminaba a escasos metros del caserío. Liando abrió la trasera de la furgoneta y sacó a Cristóbal que ya estaba bastante nervioso. Se agachó y le dijo:

—¡Amos Cristóbal! Que tú a mí has de entendeme sin tener que ladrar. Vete a casa rápido, a casa del general y avisa a la Lazarina, ¡Lazarina! —le recalcó —, ellos van despacio ahora, olisqueando y aunque eres viejo pués llegar de sobras —le dijo, señalándole la depresión con el dedo—, ¡amos, corre, corre soldao, aprisa! Y recuerda, Lazarina. ¿Más oío bien?

El perro movió la cabeza y salió corriendo como una bala ladera abajo.

—¡Rediósla! —exclamó Liando—, pues tan viejo no está —y se encogió de hombros.

Mientras el cabrero había hablado al perro, la niña preguntó:

—¿Qué pasa tía Paca? ¿porqué hemos parado?

—¡Na hija, na! No pasa na. Tu tío que ha pensao en que el Cristóbal le dé una sorpresa a la Lazarina, la perrilla del Fernando, llegando el perro sin avisar. Son cosas de perros y son muy amigos los tres, que tu tío algo de perro también tié. Como el tío Liando los conoce bien, hemos parao a soltalo.

—¡Ah claro! Por eso estaba nervioso Cristóbal.

—¡Claro hija, claro! ¡Venga Liando que nos vamos!

—¡Tranquilo! —dijo Fernando dirigiéndose en voz muy baja al cabrero—, a las cabras na les va a pasar, están bien cerrás.

—Al perro tampoco, tranquilo que sabe lo que hace y ya de camino él, por la perrilla no has de preocupate.

—¡Venga pués, vamos pabajo!

Reemprendieron el camino y en una de las curvas, más abajo, el haz de luz de los faros de la furgoneta se proyectaba fuera del camino. Pudieron ver de cerca al perro bajando “a galope” como los caballos y a los lobos más alejados y ya mucho más atrás, al paso, mucho más tranquilos.

—¿Qué te decía Fernando? ¡Ahí lo tiés! —dijo contento el cabrero al ver a su perro en el esfuerzo.

El perro no veía a los lobos, ni los lobos al perro al bajar este por el centro del regato. El poco viento que soplaba lo hacía a favor de Cristóbal, con lo cual, en algún momento, podía percibir el olor de los indeseables intrusos y no así ellos, que del perro no les podía llegar nada. Cuando llegaron al caserío colocó Fernando la furgoneta en la puerta de la casa. Cristóbal y Lazarina salían por una especie de escotilla, que el general recortó, tiempo atrás, en la puerta trasera de la casa para que la perrilla pudiese entrar y salir a su antojo.

—Ahí los tiés a los dos como si tal cosa.

—Sí, pero no te fíes Liando, que tú en esto no eres nuevo y lo sabes.

—¡Vamos perricos, vamos! —llamó Fernando a los animales al tiempo que abría la puerta.

El dueño del caserío encendió las luces para que vieran nuestros cabreros y la niña. Una vez dentro, Fernando preguntó a Paca:

—¿Te importaría hacer hoy la cena?

—¿Y porqué habría de importame? ¡claro que sí, ahora me pongo!

—Liando, toma—dijo Fernando a su amigo—, vamos a fumarnos un cigarro mientras vamos a ver las cabrillas.

—¡Venga, vamos pues!

—Espera un momento.

Fernando se fue al armero aprovechando que Paca y la niña se iban al baño. Abrió un cajón y cogió un puñado de cartuchos. Se los echó al bolsillo, tomó una de las escopetas, la cargó y se la dio a Liando. Luego tomó otra para él, la cargó y dijo:

—Vamos Liando, a fumar fuera.

—¿Qué nos vamos de caza o qué?

—Por si acaso, hombre, que tú ya sabes de que va esto.

—¡Bah! —exclamó Liando—, ¡venga, vamos!

Salieron fuera, se fumaron el cigarro mientras recorrían con la vista palmo a palmo los alrededores.

—Pa mí que san quedao a media laera, general.

—Puede ser y puede ser que no, ¡venga, vamos a ver esas cabrillas.

Se acercaron a las inmediaciones de la puerta y Liando dijo:

—No vamos más, quieto y escucha, ¿las oyes?

Hicieron silencio un instante y las oyeron moverse por dentro.

—Están tranquilas —dijo Fernando.

—Y tranquilas las vamos a dejar. Si entramos se alborotan y si empiezan a balar atraen la atención de los hijos de su padre esos.

—¡Llevas razón!

Y tranquilamente se volvían cuando, ya casi llegando a la puerta de la casa, vieron que por el camino se habían descolgado dos lobos desde la ladera.

—¡Ahí están, míalos! —dijo Liando.

—¡A tiro están!

—¡No, no general, no tires! —dijo Liando mientras Fernando se echaba la escopeta a la cara—, no tires, déjalos, que asustas a la cría, hombre, si ya se van, otra cosa es que vinieran pero no hay necesidá y desto la cría cuanto menos sepa mejor.

—Eso es verdá —respondió su amigo—, pero bueno, tú ya sabes que aquí de día nunca se les ha visto ni se les verá, que aquí llevo muchos años y con ganao y nunca san dejao caer a la luz del sol, tan solo a la noche un par de veces han bajao y nunca man matao na, porque ese chamizo es como un bunker, ya lo ves.

—Eso ya lo sé, zagal, muchas veces me lo has contao y deso estoy mu tranquilo, que se bien lo qués, díselo a mi pierna y la cojera que tié, pero pa no contradecinos ahí dentro, si por las noches aullaran estando aquí la Marieta y preguntara por eso, hay que decile que son los perros de la otra finca, que lloran de pena y que cuando eran pequeños, su madre se perdió en el monte, ellos se vinieron a la finca y la echan de menos. Pero solo si pregunta, que no creo que pase, porque ahora ella no está con su madre y hay que andale con cuidao al hablale, pa que triste no se ponga, siempre diciéndole que lo della van a ser cuatro días de na.

—Muy bien me parece, cabrero, ¡venga, a la cena que hay hambre!

—Venga pues ¿aún tiés más hambre? Si ya has venío cenao… je je je.

—A mí estas cosas me dan unas ganas, que has de ver tú si cenaba otras dos de haber cogío la piel de la alimaña… je je je.

—No hemos de olvidanos general, que la alimaña, hoy por hoy está protegía y tanto, que se han de meter en tu cocina, comete to lo que tengas, metese en tu corral y dejate solo huesos esparcíos y na pués haceles, que te buscas el lío.

—¿Qué na puedo haceles? Que se me ponga uno a tiro, ya verás si puedo o no puedo. Ahora si quieres te enseño las copias y los resguardos de to las solicitudes que se han mandao, las tuyas y las mías, que siempre han ido juntas, los escritos a la Delegación y al ICONA, hasta aquellas primeras que mandamos a la televisión… ¿te acuerdas?

—Sí, las que hicimos pal dotor aquel, el Félix de la Fuente ese.

—Sí, Rodríguez, Félix Rodríguez de la Fuente, ese mismo. Pues con todas juntas, no tienes noche pa contarlas, cabrero. ¿Has visto tú venir a alguien a darle solución?

—A naide, la verdá sea dicha, a naide.

—¿Te acuerdas lo que dijeron aquel día que íbamos a buscar el cochino por el Sotomonte? ¿aquellos dos civiles que venían con las motos? De eso no hace tanto, cabrero, to lo más unos diez años, no pasándolos, creo.

—Si hombre, cuando les contamos que en la noche, a dos de las fincas, la del Sotillo y la Casilla, les habían escalabrao el rebaño tantas veces como deos tié una mano. Les contamos la noche aquella en que saqué a la niña de la poza y por lo que fue, de lo de mi cojera, el día que me iba a enganchar aquel pardo, que si es hoy, la Paca se hubiese visto entre rejas y lo de la ganadería del Cabezas, que no hay año que no tenga que renovar machos. De cómo cuando te la juegan los pardos, haces el papelico de la subvención y se conoce que lo guardan pa que cuando los hijos tengan nuestra edá, puedan cobralo y ¿qué dijeron? Que ellos solo tramitan, que no son cazaores ni na parecío, total, que te tiés que joder si en mala suerte te matan el ganao.

—Pues eso mismo Liando, pero pierde cuidao que esto va a ser, que el día que tumbe a uno de esos, se lo eche en la misma mesa al delegao, diciéndole: “ahí lo tiene usté, ¿no dicen que to es palabrería y engaños pa cobrar los daños? Porque daños, hailos, pero los cobros ¿ande están?”

—Igual te dice que hay seguros.

—El que pueda pagalos, ¿es que el daño es pa tos y el beneficio pa unos cuantos?

—Pues hazlo, hazlo, que igual con la prueba el delito, el alimaño encima la mesa, lo que acabas es enrejao, general.

—¿Por qué? ¿qué dicen en los pocos papeles que han mandao de vuelta? ¿qué les consta que en esta zona el lobo está extinguío? ¿Qué son to suposiciones y puestos en lo malo, algún perro asilvestrao? ¿No es eso?... pues si es eso, na pueden hacerme porque ellos mismos han dicho que no hay y si no hay, a ver como pueden decir que se ha matao un lobo en mi finca, que también diría yo que son suposiciones y de otra manera ¿hay ley que proteja un perro asilvestrao? En mi corto entender, como dicen ellos, “no me consta”, Liando.

—De to las formas, Fernando, si he de sete sincero, algo he sentío otra vez al tener a la “templá” en las manos.

—Buena escopeta tenías, cabrero y la de la Paca, ahí la tienes, mira como brilla, que esa escopeta es como una joya en esta casa y que si es capricho recuperarlas para no usarlas, con agujerear la recámara está to solucionao, te las revisan en el cuartelillo y la “templá” y la “nerviosa” con sus amos otra vez, que yo te he dicho siempre que no las considero regalo, si no depósito, vamos, que compartimos armero y na más. Lo de mi nombre en los papeles se puede cambiar sin más problema, aunque tú ya… se me hace que lo de cazar…

—Deja y no tires mu alto, que igual alguna mañana, si no vas de largo, pueda acompañate aunque solo sea un rato.

—Tú mismo, cuando quieras, ya lo sabes.

Los dos amigos, mientras hablaban, habían entrado en la casa y acercándose al armero dejaron las escopetas. Cuando se dieron cuenta de que la niña estaba al lado de la chimenea con Cristóbal y Lazarina, Liando salió al paso diciendo:

—Miá Paca, que las hemos recogío del cajón del almacén y las traemos pa ver si mañana se les pué sacar brillo, que ahí, una en esa paré y la otra en la de al lao tién que adornar bien, ¿qué te paice? —dijo a su mujer, al tiempo que le hacía un guiño.

—Pues hombre, mal no iban a quedar, no, pero ande mejor están es ahí, ande las habéis dejao y cerraícas con llave, que las armas las carga el diablo, Liando.

—¡Coño! ¿es que las visto a este los cuernos y el teneor?... je je je, iba a decir otra cosa, pero hay ropa tendía… je je je.

—Bueno, ya casi tengo la cena—anunciaba Paca—, que hoy no va a ser gran cosa y en lo que ta habías salío, ta sonao el teléfono, que no me ha dao tiempo a cogelo. Miá a ver quien ha sío, no sea que haya noticias.

 

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