
El accidente de Marieta.
La niña, muy asustada había trepado a una roca grande que daba al río, muy lisa, casi redonda y sin relieves donde sujetarse firmemente; pero lo hizo con tanta energía que una vez arriba resbaló y cayó al agua. Era una poza donde los aventajados en natación aún se atrevían a bañarse, pero de día, nunca lo hubiesen hecho de noche, ya que solo se podía salir de ella por una parte y había que conocerla de antemano. Marieta no sabía nadar, se mantenía a duras penas a flote a base de dar manotazos al agua, braceos incontrolados y pataleos, a este problema hemos de añadir el susto de la caída. La niña gritaba y gritaba sin cesar, con toda la fuerza que su situación le permitía, pero sus gritos eran cubiertos por los propios de la gente que huía de las vacas y el estruendo de la traca que no pudo evitar el artificiero. Nadie la oía excepto un invitado muy especial que se había trasladado con su mujer a ver el espectáculo desde un pueblo cercano. Liando escuchó los gritos de la niña y como un autómata, sin pensar lo que hacía y apenas sin luz se lanzó a la poza en busca de Marieta.
A liando le costaba respirar, tampoco sabía nadar. Fue sujetándose como pudo a las ramas caídas que sobresalían hacia el agua, a los resaltos de las piedras, a las raíces que asomaban en los bordes, a cualquier cosa que le sirviese para avanzar unos pasos. Llegó donde se mal sujetaba a flote la pobre cría y agarrado a una de esas raíces, Liando alargaba su brazo todo lo que podía para coger a la niña, pero le faltaba poco mas de un palmo para llegar. La niña se estaba ahogando, nadie se percató de su caída ni del chapuzón de Liando y este no podía gritar ni pedir socorro, le faltaba el aire como le faltó tiempo para saltar al agua, sin tan siquiera tomarse un segundo para avisar a su mujer. Paca no daba crédito al ver como su marido había desaparecido de su lado casi como un fantasma, sin avisar y sin darse ella cuenta. Marieta se ahogaba y Liando no podía hacer nada. Bien sujeto a la raíz con una mano, tiró de su camisa con la otra y rasgándola sacó un jirón como pudo para intentar lanzar a la niña un cabo y arrastrarla hacia él. La corriente en esa poza no era muy fuerte, pero sí lo suficiente para que el cabo del jirón de tela, que tendría que llegar a la niña, se curvase antes de tocar la mano de la cría, que agotada por el intento de mantenerse a flote comenzaba a hundirse.
Liando gritaba:
—¡Aguántate chiquilla!, ¡cógelo!, ¡cógelo por Dios!.
Pero ella era incapaz.
Cuando Marieta se hundió, Liando se soltó de la raíz que hasta ese momento le había servido de asidero, con los pies apoyados en un saliente de piedra tomó impulso y se abalanzó sobre el punto donde la niña desaparecía. Se dejó caer al fondo, no veía, tenía los ojos cerrados y estaba oscuro. Tocó fondo y tocó a la chiquilla, a ciegas la cogió por la cintura y con fuerza la impulsó hacia arriba y hacia la orilla, tanto que la niña pudo emerger lo suficiente para que por el vestido quedara enganchada en unas raíces, pero la pequeña había perdido el sentido y no mantenía la cabeza fuera del agua. Liando se agachó en el fondo de la poza, se puso en pie con fuerza luego y con el impulso salió donde la niña había quedado sujeta. Mientras cogía aire de nuevo y con gran presteza sacó la cabeza de la niña del agua, la atrajo hacia su pecho apoyándola, volvió a agarrarse de nuevo a la raíz y mientras tomaba fuerzas para intentar salir a la orilla con Marieta, le daba palmaditas en la cara gritándole:
—¡Amos chiquilla, venga despierta! ¡Amos, despierta, chiquilla… por Dios bendito!
En ese preciso instante acabó el estruendo. Con la poca fuerza que le quedaba el abuelo gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Y esta vez sí, le oyeron. Paca estaba arriba en la orilla, tras el Ribazo. Se asomó y después de un “Dios mío” sacó un ¡Socorro! de las mismas entrañas, tan fuerte, que se pudo oír hasta en el mismo pueblo. Enseguida Liando notó a su espalda algo así como la punta de una rama en forma de horquilla, que se intentaba enganchar en la poca tela que aún le quedaba por camisa, seguramente pensó que era manipulada por algún auxiliador que había acudido al grito de Paca. Aseguró bien a la niña con su brazo y se soltó, esa poca tela fue providencial y la rama del rescatador lo que les sacó a la orilla. Fernando tomó a la niña en brazos y salió con ella como galgo tras la liebre, buscando el todo terreno del artificiero. Liando, en la orilla del río aún con los pies en el agua, tomaba aire y recomponía sus mermadas fuerzas. Paca lloraba desconsoladamente a su lado. Cuando el cabrero recuperó el aliento suficiente para dirigirse a su mujer, sólo pudo decirle:
—No te apures, mujer, ya ha pasao… ¡Ya está!
Fernando, ya al pié del vehículo, realizó a la niña unas raras maniobras de reanimación, muy raras, pero que dieron su resultado.
—Lo aprendí en la milicia —dijo.
La niña volvió en sí.
—¡Tengo frío, mucho frío! —dijo ella.
Fernando colocó a la niña en la trasera del vehículo y cuando se disponía a cerrar el portón, vio venir a toda prisa a unos “mozos” que traían a Jaime muy mal herido.
—¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡corred! ¡corred!
El rescatador y el artificiero no perdieron ni un segundo, salieron a toda prisa con el “Land Rover” hacia el hospital mas cercano. La gente retornaba ya a sus casas en silencio, muchos lloraban. A Liando y a Paca los recogieron en un coche y se los llevaron a casa de Juanito, donde fueron atendidos con sumo detalle y con todos los honores. Liando, sin pretenderlo, sin pensarlo y con toda la humildad que le daba su condición de aldeano, se había convertido en héroe por un día. Nuestro cabrero había salvado la vida a Marieta. Tres días mas tarde, Jaime fallecía en el hospital a causa de la hemorragia cerebral que le produjo el golpe.
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