top of page

Liando y los Pardos. El ataque.

 

Liando, Celedonio y Severino se habían reunido en la taberna junto con buena parte de los hombres del pueblo, aquellos que aún estaban hábiles para recorrer el monte. Venancio estaba ya casi llegando, había partido por la mañana a recorrer las pedanías cercanas con una vieja bicicleta que tenía ya unos años y que había cambiado por dos cabras de su rebaño, dos buenos ejemplares, como buena era la bicicleta. El padre de Liando fue en busca de voluntarios para hacer una batida al lobo, una batida ilegal pero necesaria para ellos y decidida tras el destrozo provocado por tres o cuatro de ellos y en muy poco tiempo, en los rebaños de Celedonio, en la granja de Severino y cuatro reses muertas más dos heridas en el de Venancio, un rebaño ya grande que habían conseguido reunir padre e hijo y del que sacaban suficiente carne, leche, piel y queso para vivir ellos y en muy importante medida, la familia de Paca. Como fuere que en las pedanías también se estaban dando ataques continuados y con amplio número de víctimás lanudas, peludas, emplumadas y cuernipuestas, no fue difícil montar la batida arrancando de los citados núcleos pedáneos hacia El Villar, donde de conseguir encaminarlos hacia las barranqueras de detrás del pueblo, tampoco sería difícil dar escarmiento a los pardos asesinos de ganado. Y como también fuere que, estando entonces la temporada abierta para la mayor, una vez bien “untado” el vigilante forestal, la aventura no fuese un problema, pues bien podría camuflarse como la primera montería intercomarcal para la zona del Conejal. 

 

Comenzando la reunión estaban los del Villar, cuando entró por la puerta Venancio y dos hombres más, uno vecino de Villavieja, el otro de Ribalobas, que en la camioneta del primero habían echo la vuelta de Venancio al pueblo, para además de quitarle pedaladas al camino del cabrero, informarse de decisiones y aportar lo que se pudiera para la cacería, información que luego difundirían, cada uno en su lugar, entre los intervinientes en el acontecimiento.

—¡Venga padre! —dijo Liando—, dale al vino un buen trago y trae la botella a la mesa que no falte pa naide, que la cosa va de largo.

—¿Hay anuncio, hijo?

—Anunciao está, padre, como montería comarcal, pierda cuidao.

—¿Y quién ha untao al Remiendos?

—Yo mesmo he sío, padre, lo justo y na más, que pa lo que hace aún le ha de sobrar y a la mesa vente ya, que pa luego es tarde, a ti te digo padre, ¡va!

—Pues aluego la reunión me dices lo que se debe.

—No me debes na, cabrero o ¿acaso no me lo tiés pagao de antes? Y los demás ya veremos, que si en el negocio hacen gastos, tampoco na va a importame ponelo yo to, que son más las ganas dacabar con esto que la cosa darruiname, que tampoco tanto va a suponeme el precio y vosotros ya sabéis, na me debéis tampoco, solo que el vino en la taberna y la leche y el queso a casa mi padre, ¿estamos tos?

—¡Estamos, cabrero! que ya, en abriendo tú la boca, nosotros tos callaos, que ya te vemos dalcalde —respondió Cristino, otro vecino del pueblo.

—Bueno señores —continuó Venancio—, está Villavieja toa entera pal apaño, según me dice el Antonio, que aquí lo tenís pa informale y de Ribalobas, como siempre, igual que si juntos estuvieran los pueblos, juntos están los vecinos pa ayudase y aquí el Venancio, que además de mi nombre, también tié mis ganas pa acabar con la amenaza y el mal que nos tié a las tres villas deste lao y a las del otro igual, pero eso va a ser pa otra y organizándola el mesmo, ¿no es así, Venancio?

—Así mesmo, Venancio—respondió el de Ribalobas.

—¡Venga al grano, padre! —reclamó Liando.

—No hijo, te paso el bastón, que tú desto ya sabes tanto o más que yo y lo que digas aquí dicho está con saber. A mi... lo que me mandes, que de buena gana obedezco, esto no es cosa familia, ques cosa de hombres.

—¡Y de mujeres también! ¡Rediósla! —dijo una voz desde la puerta.

 

Todos volvieron la cabeza asombrados al oír el grito que parecía más bien una voz de mando y que se acompañaba a su vez de cuatro o cinco mujeres del pueblo, dispuestas a darlo todo por una buena causa. Los hombres quedaron mudos y no salían del asombro, todos menos dos, los cabreros de El Villar, el hijo por conocer la voz y mejor a la persona de la que salió y el padre, de igual forma, por ser el padre del novio o marido de la moza, que para unos era una cosa y para otros otra. Conocían estos hombres el valor y el coraje como la valentia de Paca, que fue la que interrumpió con su voz impetuosa en aquella reunión.

—¡Tasquero!, arrima pacá otra mesa y las sillas que correspondan, pa mí una de anís y pa estas lo que te pidan y pa pagalo, el abuelo ¡eah! —dijo Paca.

—Pues que sepas tabernero—decía Venancio—, que ha de ser entonces eso lo que te pague más agustico... je je je.

—Y yo lo que más a gusto cobrara, si lo fuera a cobrar, pero corre de la casa. ¡Va esa mesa y las sillas!. Agarra de ahí, Orejas y las sillas no son esas, sácalas dahí dentro, ¡que coño! que a mejor culo mejor asiento... je je je.

—¡Gracias galán! —respondió Manuela.

—¡Venancio, Liando y tos los demás! —dijo Paca—, aquí hay cinco mujeres además de la del cabrero, tres escopetas y seis perros más, ¿os hace?

—¿Qué si nos hace? —intervino Damián —, y porque no habrá más...

—¡Pues sea! —dijo Liando—, que cuantos más mejor. La Paca aún así venía de igual manera, que yo soy hombre de cuatro ojos, los dos míos y los de la Paca, eso no os lo tengo que contar que bien sabío es de tos que no doy un paso sin ella.

—Ya quisiéramos los demás —dijo Damián.

—¿El qué? —preguntó Liando.

—De tener una como ella, no te vayas a pensar, que no no, que va...

—¡Anda, calla y pon oreja! —le respondió Paquita.

—Entonces los de Villavieja por el alto la Calabaza—comenzó diciendo Liando—, con los perros y el alboroto comiencen a la alborá. Las escopetas, que antes habrán salío con la luz de la luna, sacerquen a la majá y ni un solo tiro antes, no vayan a desperdigasen y nos quedemos sin na... y na tampoco de cochinos ni de venaos ni de na que joda la montería, que pa cochinos to los días y a estos de tarde en tarde y pué que no haya más. Que en la majá os coloque el Remiendos en eso que los demás vengan.

—A ese le hago luego el escrito dande tié que colocalos —dijo Paca—, y según los que vengan así de extendíos los deje, ¡ah! y los perros, en llegando al Espino, tenéis que sujetalos o al menos los amos, no entréis sin dase cuenta en la línea los tiros y tengamos una desgracia.

—¿Estamos tos? —preguntó Liando.

—¡Tos estamos! —respondieron todos los presentes al mismo tiempo.

—Y los de Ribalobas por la otra laera—continuó Paca—, el alboroto por arriba, por el centro el Rebollar, que al estar al través más cerca, vengan las escopetas por la laera, en mano, pero sin disparar hasta no llegar a la majá y cuando una vez colocaos por el Remiendos, les dé la señal. Que los perros queden en el Tejar.

—Y nosotros los del Villar —siguió Liando—, vendremos metiéndo ruido por el alto La Quebrá. Por ahí perros y mujeres gritando a pecho partío y los armaos mucho antes, por debajo, hasta el centro la línea y una vez repartios han de quedar así: ande empieza la majá los tiros de Villavieja, ande termina, los de Ribalobas y en el centro los del Villar. Que solo tiréis pal frente, ni de lao ni patrás, que al lao tenís compañeros y los gritos y perros detrás. ¿Estamos o no estamos?

—¡Tos estamos, capitán! —respondieron todos los presentes.

—Haceros los grupos que tengáis que hacer y poner de mandante a quien tenís que poner y que tengamos suerte, a ver si acabamos con la alimaña antes de que acabe con nuestros rebaños, nuestra comía y no quiera Dios que algún hijo que en jugando no se pierda.

—Pa los tiros morraleros —dijo Paca—, que el que pueda lo lleve, si es padre, hijo o lo que fuere, que buena ayuda será si lo hace. La posta la de siempre y daparecer la Guardia Civil, ya sabéis que al marrano o al zorro y como mucho al ciervo, al lobo ni nombralo.

—Yo escopeta no tengo—dijo Lorenzo haciendo un guiño a Paquita—, pero si tace de morralero te puedo llevar lo que tú quieras, moceta... je je je.

Liando hizo intención de levantarse de su sitio, pero rápidamente Paca le echó la mano al hombro y no dejándole, respondió a Lorenzo:

—Miá zagal, que por la estima que te tengo, llevate te llevaría, si por esas me hicieras falta, pero tengo quien me asista y me guarde la espalda, conmigo lo hará el Venancio, el padre del capitán, que también para él va, porque el Ambrosio no está y porque el hombre ha querío pasame su amartillá, porque según tié la vista más habrá de fallar que hacer bien la puntería ¿qué ta ha paecío?

 

Todos quedaron callados. Venancio el de El Villar con mucha templanza se bebió el medio vaso de vino de un trago y echando la silla hacia atrás se levantó. Todos le miraban. Con paso lento y tranquilo, se acercó a Lorenzo que permanecía sentado y mudo, se le puso detrás, le colocó la mano en el hombro, se agachó y le dijo en voz baja y al oído:

—Miá Lorenzo, zagal, si vuelves a repetila esa o alguna más, no hará falta que sea mi hijo, yo mismo te daré caza como a las alimañas y tras dejate como la criba daventar, te meto un palo por ande tú ya sabes y te dejo plantao en el huerto pa que los pájaros no me toquen el frutal ¿estamos?

Venancio lo dijo en voz muy baja, pero era tanto y tan puro el silencio que se había hecho que todo el mundo pudo escucharlo. Lorenzo no respondió. Venancio que estaba entre él y el mostrador, viendo que el avisado ya no tenía vino y sí la boca seca de este otro mal trago, se dio la vuelta, tomó un vaso que de sobrante estaba y con lo que quedaba en la botella lo rellenó. Por encima del hombro se lo puso a Lorenzo delante, sobre la mesa y con la misma tranquilidad que se levantó, Venancio volvió a su sitio, de pie cogió su vaso y se dirigió a Lorenzo:

—¡Coge tu vaso, gañán y levántate!

Lorenzo así lo hizo y siguió Venancio, alzando su vaso al frente del de Lorenzo.

—¡Por mi hijo y su mujer! Que más que mi nuera es mi hija, por tratame como un padre. ¡Salú!

Todos se levantaron como muelles disparados y respondieron a la vez, alzando sus vasos al frente:

—¡Salú cabrero! —y bebieron.

Venancio terminó diciendo a Lorenzo:

—¡Ya lo sabes!

Lorenzo, nervioso se despidió.

—Bueno señores, a la hora marcá estaré ande hay que estalo, con el perro, la mujer y el chico.

—¡Con Dios, Lorenzo!

—¡Con Dios, señores! Y vosotros, perdoname si os he molestao.

—Nada hombre, tira—dijo Paca.

—No faltes —dijo Liando—, a la batida… digo.

Después de terminada la reunión y todos conformes con las atribuciones que los tres cabreros dieron a cada cual, la gran mayoría salieron, los primeros los de Villavieja y Ribalobas, con prisa por organizar cada uno su brazo de la batida, los demás porque la hora de la comida estaba llegando. Nuestros tres cabreros quedaron en el mostrador apurando una ronda que les puso el tasquero de su cuenta.

—Bueno padre, ya a esperar y que salga bien la cosa.

—Venancio—dijo Paca—, deberías quedate con el Faustinico, si ves que con ese catarro no puede y no vaya a ser que empeore.

—Miá Paquita, que con tu madre bien está y yo a lo mío que es el campo ¡que gaitas, que es ande mejor se está!

—La cabra siempre tira pal monte... je je je —reía Liando.

—Y tú bien lo sabes, zagal, sobre to pa lo que sabes, que yo no te voy a contar lo questos ojos han visto cuando veían mejor... je je je.

—¿Lo dices tú por nosotros, padre?

—¡Hombre! No va a ser por el cura, que no tié quien le sacie, ¡amos, eso dicen! O por el cardenal, que en Madrí tié su casa y por aquí no viene… je je je.

Los dos chicos se ruborizaron un tanto, ella quizá por el pudor a esta edad, él puede que por haberse descuidado algo en el ejercicio de su libertad, pero no fue más lejos de eso, de un poco de rubor, sin más trascendencia.

—Como quieras padre —apuntó Paquita—, pero si has de pensalo pierde cuidao, que si con el chico has de quedate, ir los dos con mi madre y preparáis algo de comer, que la batida en eso de la media tarde, seguro sabrá terminao.

—Que no hija, que no y no se hable más, questa noche pa no sacar al chico del sueño, cuando la luna esté alta, se baje tu madre a casa y allí pase la noche, así el crío al despertase tendrá quien le acompañe y vosotros ya sabéis, cuando lacompañes a casa, no bajes, que algo tiés que dormir y a las cinco en la fuente.

—Allí estaremos pues —respondió Liando—, ¡que lástima el Ambrosio! que tenga que perdese esto, con lo que a él le gusta la caza ¿no padre?

—¡Como lo sabes zagal! ¡como lo sabes! Y lo que le hubiese gustao a tu madre haber vivío pa velo. ¡Como le hubiese gustao ver a tos en el campo! Y trabajando pa los demás y tos con el mesmo trabajo, quitando el peligro del animal pa bien de to los ganaeros, sin mirar cual es de cada quien. Un trabajo bien llevao, capitán y no digo la capitana, que mejor no lo pué hacer.

—Bueno Venancio—dijo Paquita—, sace lo que se pué y lo que tú pués hacer, es sacar los papeles pa callar algunas bocas que andan por ahí diciendo, que pa estar solicos y sin compaña, bien hacen en hacer lo que hacer hacen, pero que vais a paecer novios hasta la muerte.

—¡Bah! Pues si triquitrican que triquitriquen, no fuéndolo... ¡Bah! Cómo están cambiando las cosas, antes aquí tos eran más limpios en el pensar, en fin Paquita, pues si hay que comer... ¡andando! que nos estará esperando tu madre y el chico tendrá unas hambres que igual se come al perro.

—¡Pues andando, que pa luego es tarde! —dijo Liando.

Los tres bajaban desde la taberna a casa de Venancio y al caer a la calle que da al barranco Venancio se paró y se apoyó en la barbacana.

—Padre ¿te pasa algo? —preguntó Liando.

—Me pasa si, me pasa y mucho... je je je. Echa la vista abajo y dime ¿qué ves?

—Pues que voy a ver, padre, el arroyo, los huertos, el paso del puente...

—¡Quiá! Tú, hija... echa tu el ojo, anda.

—Pues eso Venancio y la casa el tío Agripino, que en paz descanse el hombre.

—¡Pues eso, hija! La casa el tío Agripino... ¡tu casa y la deste!

—¿Cómo dices, padre? —preguntó Liando—, ¿se ta subío el tinto a la sesera ya?

—Je je je... —reía Venancio—, ¡Quiá, ques vuestra! ¡que ya la he comprao! Así que el lunes te vas con el reparto hasta Medina, a eso del mediodía te espera el hijo el Agripino pa la firma, en casa el notario y te vuelves con el Genaro, quese día te lo ha dao libre, que ya está to hablao... je je je.

—¡Pero Venancio! —exclamó Paca.

—¿Acaso vas a decime que no te gusta, hija?

—Si si si, claro que me gusta, a los dos nos gusta, si casi es un sueño, pero... ¿cómo?

—Que tenís el pico mu largo ¡Rediósla! Y yo aunque estoy mal de vista, de oío más que un corzo a la noche serena y lleváis una buena temporá, que si la casa paquí que si la casa pallá, así que ya sabes, zagal, que en terminando el servicio, te coges los trastos y os vais ahíbajo ¿estamos? Que menos duro se lace a un padre decir al hijo “ahí tiés tu casa”, quel hijo le diga que se va de la suya, y cerca pilla desta, que no lo vais a notar.

 

Liando no sabía que decir y abrazó a su padre con fuerza.

—¡Amos hijo, que aún no te vas!… je je je.

Paquita lloraba de emoción y también se abrazó a Venancio.

—Venga hija, si esto lo vengo preparando ende que tenías diez o doce años, ¿qué te crees, que no se veía venir? ¿o no tiés tu na que ver en queste no se haya querío salir daquí?... je je je. Anda, que de haber estao mejor tu madre, ibais a estar aquí, ya ya... y dejaos ya de montes, paideras y pajares, quel invierno es jodío pa catarros y costipaos, si total...

Pasado el primer golpe de emoción, los tres siguieron camino hasta llegar a casa donde Tomasa, por encargo del cabrero mayor, había preparado una de esas comidas que, hoy en día, a nosotros nos parecen tan normales, pero que por aquellos entonces eran un verdadero manjar, matanza de la de buen adobo para mejor vino, fruta de la selección de los mejores frutales de la comarca y café de marca, del auténtico, sin mezcla ninguna, todo para celebrar la compra de la casa de Paquita y Liando. Después de comer, la pareja pasó la tarde preparando sus armas, su munición, limpiando y engrasando cada pieza para que todo saliese perfecto. La madre de Paquita se quedó preparando el morral de Venancio con víveres para la mañana de cacería, Venancio atendiendo los animales, sus labores diarias de queso y leche, preparando lo que era de venta y de consumo propio, ordeñando y todo cuanto aquella tarde daba tiempo a hacer para el funcionamiento de casa y trabajo. Faustino jugaba al calor de la lumbre.

Llegada la noche y tras la cena, bastante más ligera que la comida, Venancio salió a fumarse un cigarro al poyato de la puerta, Liando le acompañaba como de costumbre. Venancio preguntó a su hijo:

—¿Sigues pensando en volvete después del servicio?

—Si padre, ya lo hemos hablao muchas veces.

—Miá que la casa siempre pué vendese y pa un pisico en la capetal aún pué que os dé.

—Que no padre, que yo ya tengo costumbre a esta vía y es la que me gusta, a la Paca también y en pudiendo vivir aquí, ella no va a dejar a su madre sola y yo a ti tampoco ¿pa qué? Ya has visto al Ambrosio, matao a trabajar y to son deudas y pagareses pa vivir un poco mejor que aquí y la tranquilidá ¿andestá?... Miá si arreao iba en la capetal, arreao le va en la Alemania, ques lo que él tenía entrecejao, aunque se quedase ese año en Madrí. Que sí, que tié su amoto y gana más que en Madrí, pero se gasta el doble, osea, que pal caso, lo mismo, solo que ni él pué venir ni nosotros ir tampoco. Que no padre, que aquí he nacío y aquí nacerán mis hijos, lo de morise ya veremos, eso igual no depende más que de los que vengan detrás, si ven que tién que cuidanos cuando ya no nos valgamos. Yo tengo el trabajo con el tío Genaro y el trabajo que da el rebaño que hemos podío hacer, los quesos y to lo demás, pa mí y pa la Paquita, de sobrao y tu tiés lo mesmo y a la Tomasa, que es tenela sin tenela o sin tenela la tiés, como quieras, pero la tiés y pa vivir de sobrao también y a nosotros pa lo que haga falta. Y el Faustinico a tos nos tié, pa ese no es vía esto y ya que los que andamos delante no lo hemos hecho, ese sí tié que estudiar, pa que mañana sea algo, que seguro que pa él la vía estará más adelantá. Que no padre, que no le des más vueltas a la burra, que vas a mareala.

—Na más que decir, Liandico, na más que decir.

—Bueno, lo que hace falta es que mañana salga to bien y aluego Dios dirá, ¿no te paice, padre?

—Pues sí, sí que me paice y ahora subíos que ya es tarde y naide hay en la calle. No te vuelvas pa que te puedas descansar más y en así no ha de quedase sola la Paca.

—¡Pues venga! Sea padre, que en esa casa sitio hay de sobrao.

—Je je je... que soy perro viejo, zagal.

—Ya ya y la Tomasa, frío no va pasalo.

—¡Anda, venga! Que ya sace tarde y lo dicho... a eso las cinco, ande la fuente.

Liando y Paquita recogieron sus pocos trastos y se encaminaron a casa de Tomasa, de donde saldrían a las cinco menos algo hacia la fuentecilla, la que estaba cerca de los huertos. Allí les esperaba Venancio.

—¡A los buenos días, padre!

—¡Buenos los tengamos tos! hijos ¿to listo?

—¡To listo, amos palante!

—El Remiendos ya ha salío pa la majá, lo que le diste ayer tarde al Roque pa que se lo llevara a casa ¿eran los puestos, Paquita?

—Sí —respondió ella—, los puestos y los mandantes del Villar, escopetas y morraleros, que después de preparar la amartillá me hice la vuelta al pueblo pa recogelos y ya to bien apañaó está.

—Entonces na, vamos pallá —dijo Venancio—, ya ha pasao el Cristino a por los perros ahíbajo a los huertos, que los ha dejao esta noche en el casillo, en cosa de una hora salen, así que na de perder el tiempo y a paso ligero.

—Vamos por la senda Galinda que veremos más ¿no padre?

—Por esa mesma, y la moza... ¡mialá que guapa que está! con el pantaloncico caza y el chaleco pana... je je je, amos que no pués quejate, Liandico.

—Je je je... ¡quiá padre, de na!

 

Los tres anduvieron durante más de una hora camino de la majada. Cuando llegaron lo habían hecho también los tiradores de Ribalobas, quienes quedaron situados al tiempo que los de El Villar. Siete de Ribalobas, cinco de El Villar y otros ocho de Villavieja, que con algún voluntario de la finca de El Colmenar, sumaban veintitrés en total y que una vez colocados, oyeron como se iban acercando las realas de los tres brazos de la batida con las gentes del alboroto. Serían ya las ocho de la mañana y con buena luz, cuando las realas dejaron de oírse avanzando y sí algún ladrido o voz se dejaba oír, era de forma estática, en parado. El guarda, nuestro amigo El Remiendos, dio suelta a un galgo, en cuyo collar, se había prendido un trapo rojo y que estaba enseñado a recorrer de punta a punta la línea de tiro a la vista de los tiradores, siendo esa la señal de que, una vez el perro rebasara cada puesto, se podría disparar en cuanto la pieza apareciese y como aviso de fin de batida, sería un cohete que el propio Remiendos haría estallar.

Con la reala de Villavieja, venía Juan “El Pocha”, que era el encargado de recoger las piezas con su camioneta, la que dejó en El Villar al comienzo del camino que conduce a la majada y él, con ella, a la espera. En aquella zona todos sabían, de otras monterías, la regla de aviso a la camioneta, como norma, estaba dispuesto que tras el cohete del final, subiese de abajo a arriba recogiendo piezas, personal o cualquier otra cosa que fuese necesario cargar, pero de ser más de un cohete en cualquier momento de la batida, sería señal de urgencia, tanta como por la cantidad de estallidos pudiese imaginar el conductor.

El perro de señal había terminado su recorrido y ahora solo faltaba esperar la entrada de algún pardo, que bien por encontrarse allí o por jaurías y alborotos, llegasen movidos de algún lugar.

—¡Atentos! —exclamó Venancio, que tenía a Paca apostada a su derecha y Liando, su hijo, a la izquierda.

—¡Venga padre, leñe! ¡arma tú también, venga! Sabe Dios si ha de volvese a repetir.

Venancio llevaba una escopeta también, pero no para su uso, la portaba desarmada y enfundada, como repuesto.

—¡Pero si yo ya no tengo el permiso! Sabes que lo he dejao pasar por la vista, ¡hombre! —respondió Venancio.

—¿Lo sabe El Remiendos?—preguntó Liando.

—¡Quiá, no sabe na! Que aún no se lo he dicho ende que lo dejé pasar, aquí lo llevo aún, en el morral, pero ya tié la fecha pasá.

—Da igual padre, ¡sácalo!... mánchalo en la tierra que no hallan de vese las fechas y si no déjalo tal como está ¡que leches, que le he untao bien! ¡venga, la escopeta, rápido!, no vayan a estase metiéndo ya.

Venancio montó la escopeta en un “plis plas” y con ella cargada, se apostó también a la espera del canino animal. Estaban apostados en una especie de ensanche de majada similar a lo que podría ser una pequeña recula en un embalse o una pequeña ensenada en la costa, lo que podría suponer una vía de escape para el lobo, si este no quisiera seguir hasta el final de la majada. Mientras esperaban la llegada del pardo, se les vino a entrar una pareja de zorros, zorro él y zorra ella, que al llegar allí decidieron dar cambio a su sentido de huida y dirección de escape, quizá por advertir la presencia de alguno de los tiradores, algún brillo inesperado del arma, olor a tabaco o circunstancia parecida y extraña para los raposos.

Liando quiso practicar apuntando aunque no iba a disparar y se dio cuenta de que un arbusto le robaba la visión del objetivo en una parte de su línea de tiro, no dejándole apuntar en continuidad.

—Padre, voy a cambiame debajo de ti, ende aquí no hago na, me tapa el espino.

—Venga pues, date prisa que ma paecío oílos ya.

Liando avisó a Paca con un silbido y le señaló con el dedo donde tenía intención de cambiarse, pues le tenía al doble de distancia que a su padre y sobre todo para que tuviese certeza de donde no debería dirigir su disparo. Justo cuando el cabrero fue a cambiarse desde la zona alta, donde se encontraba, a la baja donde tenía pensado apostarse, se empezaron a oír los disparos que provenían de los puestos villavejenses. Liando quiso apurar el paso con tan mala fortuna que resbaló en el musgo, cayendo al vacío desde la piedra donde se encontraba y aunque no fue una caída desde muy alto, unos tres metros o cuatro, tuvo resultados nefastos para la pierna del cabrero. Fue a dar con su rodilla en una piedra que sobresalía del suelo presentando un borde cortante, al caer, su arma se le fue de la mano cayendo un par de metros delante de él, no llegando a dispararse por llevar el seguro accionado. La pierna de Liando sangraba abundantemente y apenas podía moverla para intentar incorporarse. Al oír la caída, Venancio se levantó como un resorte, al igual que Paquita, que sí llegó a ver como caía Liando.

—¡Lio Lio! —gritó ella—, ¡espera, aguanta que ya bajo!

—¡Hijo hijo, tranquilo! ¡Ay Dios mío! —gritaba con gran desesperación Venancio.

No habían empezado a bajar aún, cuando cuatro lobos se metieron en la “recula” parando su carrera al momento al ver a nuestros cabreros. Liando les interrumpía la huida, estaba frente a ellos, muy cerca y a su altura y entre él y los lobos, su escopeta.

—¡Quietos, no tiréis! —gritó Liando—, son cuatro y uno lo tengo encima.

Liando, en el suelo, al mismo tiempo que decía estas palabras, intentaba lentamente arrastrarse para recoger su escopeta. Paquita sin pensárselo un solo momento y a la velocidad de la luz, abrió la suya y cambió posta por bala. Venancio tenía a tiro de posta a dos de los animales, Paca al primero, pero el cuarto de ellos, estaba más separado, más atrasado. Si el lobo que tenía más cerca Liando, con suerte no se movía y el pastor conseguía coger la escopeta, podría abatirlo desde ahí mismo, desde el suelo, con el brazo alargado, sin necesidad de apuntar ni de encarar el arma, dejando el resto para Paca y Venancio. Pero no fue así. Los lobos se ponían nerviosos y el primero comenzó a gruñir a Liando, enseñando una dentadura que asustaría al mismo Rambo de haber estado allí. El lobo se iba acercando intuyendo que el cabrero podría hacerle daño. Los otros seguían detrás. Cuando el primero inició su salto sobre el cabrero una de las balas de Paquita le atravesó, ya en el aire, de lado a lado. La otra fue para el segundo al que abatió al instante. En el tiroteo, el último de la manada enfilaba hacia atrás. Venancio abatió al tercero que quedaba cara a Liando y en su segundo tiro, dejó tocado al que ya huía.

Seguidamente sin perder un segundo, Paca, que tenía al Remiendos situado unos cinco o seis puestos más arriba, dio un silbido característico, muy fuerte, silbido que repitió Venancio aún con más intensidad. El aviso se propagó por el mismo sistema y a toda velocidad, de puesto en puesto. Cuando llegó al que en él esperaba el Remiendos, éste ya había dejado estallar dos de los cohetes y con la llegada del aviso, el tercero. Había oído los silbidos casi desde su origen. Enseguida se vio aparecer por el camino la camioneta del Pocha, que subía todo lo rápida que podía al lugar donde, desde abajo y de puesto en puesto, a base de disparos al aire se le iba indicando. Sacaron a Liando entre Venancio, Marcial y Mariáno, al lugar donde podía acceder al vehículo. Previamente, Paquita había practicado un torniquete y un inmovilizado en la pierna del cabrero con el cañón desarmado de su escopeta y jirones sacados de la camisa de Venancio.

Tanto Paquita como el padre de nuestro cabrero, eran personas de campo en toda la extensión de la palabra, rudas y experimentadas en estas lides, no perdieron el tiempo en llantos, quejas o lamentaciones. Actuaron con rapidez y decisión, dejando eso, como dicen ellos, “pa aluego del acaecío”, cuando todo estaba bajo control. A Liando le salvó la vida su mujer, novia, amiga o lo que cada cual de los que allí estaban quisieran denominar, con un tiro certero, extraordinariamente arriesgado. Al cabrero le pasó la bala a menos de un metro, pero de no haber sido así, la dentadura de un lobo de aquél tamaño y acorralado como estaba, clavada en su yugular hubiese sido mortal de necesidad. Le salvó la bala y la frialdad de Paquita al cambiar, prácticamente por instinto, la munición, si hubiese disparado con posta, con toda seguridad hubiese dado a Liando, además de al lobo.

Venancio, a pesar de no tener la vista en perfecto estado, supo actuar de acuerdo a sus instinto también, en ese momento le guió el corazón, su experiencia y algo que posiblemente nosotros no entendamos, pero una cosa sí quedó patente a la hora de resolver la situación, fue el perfecto entendimiento por parte de los tres y su compenetración absoluta para salir airosos de muchas situaciones.

Sacaron a Liando hasta el pueblo, allí fue evacuado en un coche hacia el hospital de Medina, posiblemente, el vehículo fuese de uno de los asistentes a la batida y según comentarios posteriores, perteneciente a la finca de El Colmenar, cuyo propietario era Genaro del Olmo, jefe de Liando.

En el hospital se le practicó una cura de urgencia para ser trasladado posteriormente a Madrid, donde se le intervino de importancia. Paca no se separó de él en ningún momento, Tomasa y Venancio se fueron turnando para visitarle mientras estuvo ingresado, no más de un mes. De aquel accidente, con el tiempo, quedó a Liando una leve cojera, que aunque si de leve solo se le aprecia en momentos de mucho cansancio o a la hora de hacer esfuerzos, sí fue suficiente para que año y medio más tarde, fuese incapacitado para realizar el servicio militar, del que también se lió Ambrosio, cuando le fue reclamado anteriormente, por razones de salud, que de igual modo, siendo de relativa importancia en su vida normal, fue suficiente para librarse de este servicio nacional.

A los pocos meses de su accidente, Liando fue padrino de bodas de su padre. Se casó Venancio con Tomasa en una sencilla ceremonia en la Parroquia de Villavieja, por no estar disponible la de El Villar. Faustino comenzaba por aquellos entonces, enseñado por su padre y su hermano, a aprender diversas faenas para el criado del ganado. Ambrosio había comenzado una nueva vida, no mucho antes, en Alemania.

Y con el recuerdo de la boda de su padre, Liando quedó profundamente dormido.

Haciendo click sobre la foto accedemos al audio del fragmento.

  • Facebook Classic
  • Twitter Classic
  • c-youtube

Síguenos

bottom of page