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Estrenando casa,

(viéndola por primera vez).

 

Así comenzaba Liando su recuerdo de un día que para la pareja fue uno de los más felices de su vida. Venancio reclamaba la atención de Tomasa.

—Tomasa, hija, séntate aquí, mujer —le dijo el cabeza de familia.

—¡Quiá Venancio!, no es momento ahora deso, ese sitio está ocupao por quien tié que estalo.

—Tomasica, que las cosas son como son, mujer, ¡que más da!

—Eso es, son como son y son que esa ha sío la ilusión tuya y de la Agustina, que Dios la tenga en su gloria, ende que visteis cómo estos dos se iban queriendo más con los años, os habéis desvivío por dales un techo pa que vivan como lo que son, una pareja y en eso san ío a veces malos ratos, otras privaciones y muchos desvelos, que aunque yo los haya hecho también por ellos, pa otros menesteres han sío. Ahora mesmo y pa esto, ese sitio está ocupao por quien tié que estalo, que pa eso lo sufrió la mujer, probecica. Y vosotros chicos, así habéis de velo, que por boca el Venancio está hablando también la Agustina, que en gloria esté.

Se hizo un silencio sepulcral por unos momentos, como quien sin pretenderlo, se lo guardase por un minuto a la memoria de un ser querido, silencio que rompió Venancio, cuando tras un profundo suspiro dijo en voz baja:

—¡Sea!

Después abrió un paquete envuelto en papel de periódico, algo que se parecía a una carpeta, y retirando el envoltorio, puso las escrituras de la casa comprada a Liando y Paquita sobre la mesa. Muy lentamente giró el documento poniéndolo en orden de lectura a la pareja, les miró a los ojos y con gesto serio lo empujó arrastrándolo sobre la mesa hacia ellos.

—¡Ahí tenís lo que os habís merecío to este tiempo, y no es un regalo, es agraecimiento, y tiés razón, Tomasa, que me falta un brazo pa terminar este trabajo, aunque la siento, que desto tié más culpa ella que yo, que fue la que tuvo que estiralos los cuartos pa poder llegar a tenelo. Una cosa sólo os digo, no sé si estáis en edá ni ha de importame tal cosa, y hacelo… ya sé que sabís hacelo, que de suerte sea o no que aquí no hay ocupaos más asientos, pero una cosa voy a pedíos ¡rediósla!, que no quiero doblala sin nietos ¿estamos?

Tomasa y la pareja se reían con las palabras del padre, les había lanzado un mensaje con seriedad pero como el sabía hacerlo, pasando de la solemnidad a la broma con toda la facilidad, como también se reía el pequeño Faustino que salía de su cuarto.

—¡Padre! —interrumpió el pequeño—, ¿me dejarás ir a dormir con ellos alguna vez?

Venancio se sonrió y sin decir palabra le señaló a la pareja. Faustino se fue a toda prisa hacia Paquita, le abrazó muy fuerte y ella le dijo al oído:

—¡Pues claro que pués, mocoso, y cuando tú quieras hacelo!

Faustino le dio un beso y se sentó en sus rodillas. Tomasa fue a buscar la llave de la casa, una de aquellas llaves antiguas de forja, grande y recia.

—¡Hija, que podáis disfrutala muchos años!, y que seáis tan felices en ella como tu suegro y la Agustina lo han sío en esta y ahora en un momentico nos acercamos, queste crío ya está mucho mejor de lo suyo.

—¡Venga! —dijo Venancio—, el Liando y yo nos vamos a los animales, que en na y menos han de quedase aviaos, ¡ahora volvemos!

Cuando todo estuvo terminado, los cinco se dirigieron a la casa. Bajaron la cuesta, cruzaron el puente, pasaron al lado del huerto de Venancio y llegaron.

La casa es una construcción ya antigua a la que después de los años, alguna reforma se le hizo. En aquel tiempo tenía dos plantas, la baja utilizada como vivienda, cocina, salita, dos alcobas y algo parecido a un aseo sin agua corriente, un lavabo que no dejaba de ser una palangana sobre cuatro patas y una letrina hecha de obra con tapa de madera y orificio central que, con un tramo mas o menos largo de tubo cerámico, del que se utilizaba antiguamente para el alcantarillado, iba a desembocar en un pozo negro. La planta de arriba, era en su mitad granero y desván para aperos, con una apertura frontal por la que en su día se afianzaba un madero provisto de polea y soga, con la que subir el grano o la paja, que además de usarse para los animales servía también para reparar los tejados, y en su otra mitad, vivienda.

Delante de la casa un pequeño corral vallado como se estilaba por entonces en casas de campo, corral que rodeaba la casa ensanchándose por un lateral hasta llegar a la trasera, donde se encontraban las cuadras para vacas, no muchas, y algún que otro animal de granja.

Cuando Venancio hizo el trato con Norberto, el hijo de Agripino, el cabrero pidió a éste que le dejase la llave para tener tiempo suficiente de preparar la vivienda a la pareja. Venancio, para ello, dio una señal como entrada sobre el precio total, del que días más tarde hizo liquidación en presencia de Norberto ante notario. Tomasa y Venancio decidieron dejar la casa en orden de revista para que sus hijos pudiesen habitarla desde el mismo día que les entregasen las escrituras. Como fuese que Venancio la compró con los muebles que Agripino dejo en ella cuando marchó al otro mundo, y eran prácticamente todos, no fue difícil completar el ajuar con algunas piezas de ropa de cama que Tomasa encargó al viajante que periódicamente pasaba por el pueblo a dejar los encargos, que en visita anterior o por carta, había recogido, así como lo más fundamental para la cocina, algunos platos, pucheros, varias sartenes y otros utensilios.

Venancio, por la gran amistad que tenía con la práctica totalidad de los vecinos del pueblo, consiguió que algunos de ellos pudiesen realizar algunos remiendos que la casa requería, pagando el material al intercambio o trueque, algún conejo, unos quesos, leche de sus cabras y uno o dos corderos de su rebaño, que entre cabra y cabra, alguna oveja también le criaba.

El día del estreno la casa estaba en condiciones de habitarla, tiempo habría después de instalarse de segundas intervenciones para acondicionarla. Los chicos bajaron muy ilusionados, los tres, por que el pequeño Faustino ya la consideraba como su segunda casa, y eso que aún no la había visto. Venancio no cabía en sí y Tomasa, de la misma forma que su futuro consuegro y más tarde marido, también estaba llena de gozo y satisfacción por ver el sueño de aquella familia cumplido.

Cuando llegaron a la puerta Paquita sacó la llave y se la dio a Venancio diciéndole:

—¡Abre tú, padre!, ¡por la Agustina!

Venancio le abrazó muy emocionado y cuando ese abrazo terminó, con aquella ruda mano de pastor cabrero, acarició la mejilla de Paquita respondiéndole:

—¡Gracias hija mia!, cuida deste zagal como ella cuidó de mi mesmo, yo sin ella no hubiese sío na, como este es lo qués por ti.

Paca dio un beso a su suegro y le dejó solo dando unos pasos atrás como hicieron los demás. Venancio se giró lentamente hacia la puerta, se acercó a ella, levantó la llave a la altura de sus ojos, se quedó mirándola unos segundos, después la elevó y mirando al cielo, de la misma forma que un torero brinda una faena, exclamó:

—¡Por ti, Agustinica!, que sé que lo estás viendo.

Apenas consiguió meter la llave en aquella vieja cerradura, pues casi no podía ver con los ojos envueltos en lágrimas, tomó aire y lentamente suspiró. Con energía giró dos veces la llave, empujó la puerta y entró, no quiso volver la mirada, quiso guardarse sus lágrimas para sí mismo y dejar que los demás hiciesen lo propio. Pasó directamente a la cocina donde Tomasa, por la mañana y sabiendo con seguridad que esa tarde se abría la casa a sus nuevos dueños, dispuso unos dulces y unos licores. Venancio llenó una copa de coñac prácticamente hasta el mismo borde, Tomasa y los chicos le observaban desde la entrada y no quisieron pasar en ese momento a la cocina. Se tomó esa copa de un solo trago y respiró profundamente, se sentó, sacó su petaca y su librillo de papel. Ese fue el momento en el que Liando comprendió que debían entrar y así lo hicieron.

Venancio se había sentado a la mesa, Liando se sentó frente a su padre, Paca pasó por detrás del propio Venancio, y cuando lo hacía, le puso su mano en el hombro, le rodeó y le dio un beso en la mejilla, aún húmeda por las lágrimas que persistian en su empeño de dejarse caer entre las arrugas del rostro del cabrero. Venancio no se movió, para él era un día feliz pero estaba sufriendo como un “condenao” en ese momento. Paquita se sentó a su lado, el mayor de los cabreros, a duras penas y con la vista clavada en la mesa, no acertaba a liarse un cigarrillo, no veía, Liando acercó una mano a la de su padre y se la cogió, con la otra, tomó el papel y la petaca y se lo llevó hacia él, dio un pequeño apretón a la mano de su padre y se la soltó, Liando comenzó a preparar ese cigarro. Faustino había preferido quedarse a la espera viendo donde tomaba asiento cada cual, Tomasa se acercó a Venancio, le puso también su mano en el hombro, él, sin retirar su mirada de la mesa, inmóvil, llevó la suya a la de Tomasa, ésta se sentó a su lado. Liando terminó de liar aquel cigarro, tomó el chisquero de su padre, lo encendió y se lo pasó. Seguidamente se dispuso a liar otro.

Venancio levantó la vista y la dirigió hacia las manos de su hijo, luego le miró a la cara, una leve sonrisa se dibujó en los labios de los dos y Venancio le preguntó:

—¿Fumas?

—¡Sí! —respondió el hijo.

—¿Desde cuando?

—¡Desde hoy, padre!

Venancio se encogió de hombros.

—¡Bueno! —se animaba el padre del cabrero—, ¿qué os paice?

—¡Mejor no ha podío ser, padre! —respondió Paquita.

Liando paseaba su vista por las paredes de la cocina, observó el fogón, la ventana, los pocos muebles que allí había y dijo a su padre como respuesta:

—¡Un sueño, padre, un sueño!, nunca terminaremos de agradecételo la Frasquita y yo.

—¡No digas tontás, hijo!, esta casa pa na es un regalo, que os la habís ganao mu bien ganá. Habís sío y sois el motor de la familia, habís estao con la madre en su enfermedá, dejándoos el pellejo por tenela lo mejor posible, vosotros y la Tomasa. Os habís querío quear en el pueblo, porque así lo habís sentio pa no dejanos solos, esto son solo cal y piedras —decía mirando alrededor—, poco pa lo merecío. La Tomasa y yo ya tenemos la vía hecha, pero ¡miá! vosotros la estáis empezando ¡y en algún sitio tenís que hacelo!, así que ca pájaro pa su jaula, ¡ah!, y hablando pájaros… lo dicho, no quiero morime sin conocer a mis nietos, así que ya sabís, ¡a ver esos hijos!, que sabelos hacer ya sabís hacelos de sobras, ese pájaro a su jaula… je je je.

Todos rieron con Venancio. Faustino, al que la seriedad del primer momento le había hecho quedarse, sin pretenderlo, a un lado, al ver el cambio en la expresión de su padre, corrió a sentarse en sus rodillas. Venancio acariciándole le dijo:

—Y tú renacuajo, ¿mañana vas a venite a por unos conejos?

—¡Claro papá! —dijo Faustino.

—Ja ja ja… —se reía Liando—, descarga la escopeta si ves setas, que a este ha de sentale de culo el disparo… ¡papá!... je je je.

Liando sirvió licor a todos y mientras le daban finiquito a los dulces, Venancio le explicaba algunas de las cosas que más tarde, con tiempo, podrían hacerse para mejorar la casa. Paquita contaba a su madre cómo le gustaría tener algunos animales en la casa, un perro, alguna gallina, alguna cabra… se empezaba a sentir también un poco granjera. Después recorrieron la casa viendo habitaciones, granero, establo… todo.

—Mañana padre, cuando haya subío de trabajar, si te paice nos venimos pacá, después de comer, y miramos algo de lo que nosotros mesmos podamos hacele —dijo Liando.

—¡Pues páiceme a mi, que tú no tas fijao bien, zagal!

—¿En que no me fijao, padre?

—¿Has visto la cocinica con tos sus trastos, las camas hechas y to limpio?... y en la despensa tiés la comía pa pasar unos días.

—¿Comía?, eso yo no lo he visto.

—¡Pues en diciéndotelo yo!, es que habela haila. ¿Y no has visto el fogón encendío?

—¡Hombre, si!, supongo que lo has encendío pa este rato, que la casa fría tendría que estalo, y el Faustinico bueno del to no está.

—¡Qiá!, encendío va quedase, y esta noche vais a pasala aquí, como tié que ser. Y ya pués subite a dormir a casa que no voy abrite, eso por ti, y la llave de la Tomasa la tengo bien guardá y esto por ti, Frasquita. Así que daros por presos en la casa, en esta, y no tengáis prisa en dormíos que ya está to hablao con el Genaro, que me pasao esta mañana a la centralilla pa pasale recao, ya le dicho que con tanto meneo trastos y recién operao, mañana no estarías tú pa trabajos… je je je.

—¿Trastos, padre?, pero ¿qué más hay que traer?

—¿Traer?, ¡na hijo!, pero el trasto está pa movelo, que no habiendo movimiento, el Faustinico se quea de “guarin” ¿mas entendío bien?

—¡Sí padre, si, joer!, ¿es que piensas morite ya, o que?

—¡No hombre, no, quiá, quita quita!, tocaemos maera—respondía Venancio tocándose la cabeza.

—Y tú padre ¿también tiés movimiento de trastos hoy?, paice que te empeñas tanto…

—Se hace lo que se pué, hijo… je je je.

—Pues ves pensando en casate con la Tomasa y no tardando, que en nosotros ya están acostumbraos por aquí, pero sé de buena tinta que a la Tomasa la andan molestando.

—¿Cómo?

—¡Que si padre, que no tas enterao!, y mejor así, ella tampoco ta dicho na pa no hacete sentite mal, pero ya se está cansando y cualquier día va a explotase.

—Pero ¿me quiés decir de una vez que pasa?

—¡Coño!, pues que hay quien le tira los trastos, questá de muy bien ver en toavía, y en no habiendo casorio, alguno que aún no sa aprendío la ley del pueblo, anda molestando, y además que lo atao bien atao está, y en habiendo casorio na se pierde, ya sabes.

—¡Pues no tardando, hijo!, que eneso ya andábamos, pero si es eneso que pasa eso…

—¡Vamos a dejalo ahí padre!, y ya está, que en pasando, ya la Tomasa es mucha Tomasa pa sacudise al moscardón, que además, miá, yo mesmo ya le di un toque anteayer a solas y paice que le vi en desposición de dejala tranquila ¿estamos?

—¡Bah, estamos! ¡Pero ya me conoces!

En ese momento hacía su aparición Tomasa en la estancia donde se encontraban padre e hijo. Entró diciendo:

—¡Bueno, ámonos parriba!, que hay que hacer aún el cesto ropa que tién que bajase estos, casi mejor que se vengan y aluego, después de la cena, que se bajen.

—¡Mejor así, si!, y a la que te bajes, zagal, bájate la bicicleta que yo ya no creo que vaya a usala y en dejándote la rodilla, ahí la tiés pa acudir a la finca que tardarás menos. Esa pierna ya no ha de quedate pa muchas caminatas.

—¡Buen recuerdo me dejaron los pardos, si!, pues venga, que así sea.

—Pero ya te digo, ¡date por encerrao!, si no sales luego he de echate yo a la calle… je je je.

—¡Ay Señor! —exclamaba Liando—, cría padres pa esto.

Paquita, echada en la cama con las manos cruzadas bajo su nuca y mirando al techo recordaba así, emocionada, aquel día de estreno. Sin volver la vista decía a Liando:

—Así la vimos por primera vez cabrero, nuestra casa, desde entonces hasta hoy.

 

 

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