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La lotería, un hecho decisivo.

Dicho y hecho, todos ya en el Mercedes de Faustino tomaron camino hacia el centro. Una vez allí aparcaron en un parking subterráneo bajo la Plaza Mayor.

—Liando ¿tú te has enterado bien de por donde hemos   venido? —preguntó Faustino.

—¡Bah!, con los ojos cerraos te traigo, con los ojos vendaos si hace falta...je je je.

—¡Pues vamos, que el tiempo pasa! —exclamó Higinio.

Salieron del aparcamiento y cruzaron la calle Mayor hasta llegar a la Puerta del Sol. El lugar estaba plagado de gente, vecinos de la propia capital, turistas nacionales y extranjeros y a razón de no se sabe a ciencia cierta de qué, mucha policía, más de lo habitual.

—Oye Higinio hijo ¿es que pasa algo hoy que hay tanto guardia?

—Parece que si, tío, que van a pasar los Reyes.

            —¿Tan pronto? si hasta el seis de Enero...

—Los Reyes de España, tío, de España... ja ja ja ja.

—¡Ah coño!, que ya me paecía a mí que me se hacía que había llegao tarde por las boletas… ja ja ja ja.

—¡Pues crudito lo llevamos! —dijo Higinio señalando la larga fila de aspirantes a poseer el décimo premiado en Navidad.

            —Y esa gente ¿ande va? ¿que reparten ahíneso?

—La lotería Liando, ahí es donde en principio vamos, una de las administraciones de más reputación en Madrid —respondió Faustino—, pero vamos a tener que esperar y mucho, por cierto.

—¿Y si vamos a comer primero? —preguntó Rogelia.

—Cerrarían —respondió Higinio—, y si no cierran seguirá habiendo la misma cola.

Liando se quedó mirando fijamente a la puerta de la administración, se sonrió y se dijo por lo bajo: “¡Ay Señor, que todo sea por el pueblo!”. Se encaminó como tambaleándose hasta la puerta, se apoyó en una de las esquinas de la entrada y comenzó a gritar:

—¡Ay Señor Señor! ¡Ay que malico me estoy poniendo! ¡Ay... Ay que me va dar! ¡Que me va dar un algo!

—¿Qué le pasa buen hombre? —le preguntó una señora de la cola.

—La calor hija, la calor,  ¡Ay Ay Ay!

—¿Calor? ¿cómo calor? ¡si hace un frío que pela, hombre!

—La calor, que me se está subiendo la calor de las mesmas entrañas, daquí, de los mesmos adentros del cuerpo, to parriba, to parriba ¡que me da un sofoco oigausté! que me está entrando una sofocación que no me deja sujetame, que ya tengo una edá ¡Ay Señor! ¡me muero!.

—¿Pero que le está pasando hombre?—preguntaba el acompañante de la señora.

—La fatiga, el nervio, que con la cosa la fatiga que me se sube, que me se sube el nervio a la caja el pecho ¡Ay! y que no me deja respirar ¡Ay Señor! ¡Ay Ay Ay!

Al oír el revuelo que se estaba formando, uno de los dueños de la administración salió a interesarse por lo que allí estaba ocurriendo, se acercó hasta Liando que ya se encontraba sentado en el suelo y recostado sobre la pared y le dijo muy preocupado:

—¡Oiga abuelo, que vamos a llamar a un médico!

Faustino, que ya empezaba a ver como aquello podía írsele a Liando de las manos, se le acercó corriendo.

—¡Paso Paso! ¡soy médico! ¡por favor, abran paso! ¡apártense un poco para que respire!.

Cogió a Liando por la muñeca, le hizo un leve guiño muy disimulado, pero entendible para el vejete y siguió:

—¡Oiga Oiga! ¿no se encuentra bien?

—¡Ay Dotor! ¡que me muero! ¡que mala suerte! ¡que mal me encuentro! he venío adredes del pueblo, pa na dotor, pa na... ¡Ay señor dotor! ¡Ay Ay que me muero!.

Higinio, que había llegado a la entrada acompañando al falso médico, hablaba con el dueño de la administración.

—Sí, es mi tío, venía del pueblo a por sesenta décimos para Navidad, para repartir, fíjese, mil doscientos euros le llevo yo aquí preparados para comprarlos, pero ya ve usted, el pobre.

            —¡Ah no! ¡nada nada! ¡no!, no se preocupen ustedes, de ninguna manera se va este pobre hombre sin su lotería, con lo que está sufriendo, que mala suerte ha tenido. Mire, por nosotros que no quede, si podemos ayudar... faltaría más, ahora mismo se los traigo, ¿algún número en especial?

—No, todos entran en el bombo, no se preocupe, muchas gracias.

Faustino, entre tanto y tal como se le iba ocurriendo, trataba de  simular ciertas maniobras de recuperación con Liando. Higinio tocó en el hombro a su padre y este le miró percibiendo el sutil gesto de complicidad, indicándole que ya tenía la lotería en su poder.

—¡Vamos, buen hombre, vamos! —decía Faustino al cabrero, al mismo tiempo que le ayudaba a ponerse en pie — ¡ya pasó, va, ya pasó!.

—Vamos a la cafetería, ahí a la vuelta y termina usted de recuperarse, que aquí se va a quedar frío. Le daré una píldora que le ayudará con lo suyo, y en unos minutos quedará usted como nuevo.

—¡Ay! ¡muchas gracias dotor! Dios se lo pague, ¡no sabe usté como le estoy de agraecío!

Liando se apoyó en el brazo de Faustino y se encaminaron hacia la cafetería, mientras Higinio avisaba a Rogelia del fin de la representación teatral del cabrero.

—¡Cómo se te ocurre hacer esto, hombre, Liando, por favor, por amor de Dios! —se exaltaba Faustino— ¡no tienes ni idea del lío que te podías haber buscado!

Ya casi estaban en la cafetería, a una manzana de distancia de la administración, el cabrero ya incorporado y caminando como normalmente lo hace, respondió a su hermano:

—Miá Faustinico, que se me sacía que nos íbamos a quedar sin comprar la lotería y el pueblo no pué quedase a dos velas, no vais a estar vosotros viniendo a to las horas.

Se echaron a reír a carcajadas, como hacían también Rogelia e Higinio a medida que se acercaban.

—Lo tuyo tío, no tiene nombre, que digo, si que lo tiene, el tuyo, Liándola Parda... je je je, anda que no le haces honor.

Pasaron a tomar el aperitivo de rigor antes de la comida. Julia, que había salido la primera en busca de la sorpresa que Higinio tenía preparada al cabrero, hablaba por teléfono con el sobrino de nuestro amigo, indicándole éste donde se encontraban.

—¿Ya tenéis la lotería, dices? no me lo puedo creer... ji ji ji.

—Pues cuando te lo cuente aún menos Julia, es flipante ¿traes el encargo?

—Si, si cari, aquí lo llevo, ya voy para allá.

La familia tomó posiciones en una de las mesas. Liando iba de Rioja, los demás tomarían vermut de grifo y de tapa chopitos, como requería un buen preámbulo para la comida. Se acercó el sobrino, que esperando a Julia, se había quedado en la puerta hasta el momento.

—¡Eh tío!, prepárate que ya viene tu sorpresa.

—Je je je... malandrín, me tiés to ansiao en la espera... ja ja ja.

Llegó Julia y sacando un paquete de la bolsa que llevaba, lo colocó sobre la mesa.

—¡Ábrelo tío, es tuyo!

—¡Venga vamos! —apoyó Faustino.

—¡Te va a gustar! —apostilló Rogelia.

—¡Venga pues!, a ver si ahora va dame el aciquaco de verdá... je je je.

            Liando retiró el envoltorio y abrió una caja.

—¡Rediósla! ¿y esto qués lo qués?

—¡Coño Liando! ¡un teléfono móvil! ¿no lo ves? —le dijo Faustino.

—¿Un qué?

—Un móvil, un teléfono, para que estés siempre más comunicado, que últimamente se te oye muy poco —le aclaró Higinio.

—¡Ya ya! oye, me tenéis ganao... ganao y muy mocionao ¿y esto como funciona? que yo el de la mesa vaya, pero estas moderneces...

—No te preocupes tío, que esta noche en casa o mañana mismo, yo te enseño a manejarlo...

—No te has de escapar pájaro... je je je.

Julia se sentía satisfecha por haber realizado el encargo de Higinio, había tenido que elegir entre muchos modelos y lo hizo muy bien. Tras el aperitivo y el regalo a Liando se fueron en busca de restaurante donde satisfacer al cuerpo, que bien merecido se lo tenía. Volvieron a la Plaza Mayor y saliendo por el arco donde están situadas las famosas “Cuevas de Luis Candelas” salieron a la calle Cava de San Miguel. Se leyeron prácticamente todos los carteles donde se anuncian los menús de los varios mesones que allí se pueden encontrar. Entraron y pidieron mesa en uno de esos típicos de la zona, zócalo de piedra, muros de ladrillo rústico, macizos y hechos de forma manual, muchos de los cuales son originales de la época en que se edificó aquello. Arcos del mismo material, acabados en sardinel, vigas toscas de madera, negras y engordadas por los años y las muchas capas de barniz y brea que llevan en su haber, tantas como quinquenios o quizá decenios como tienen, que son muchos ya. Suelos de barro manual, brillantes, bañados en algún tipo de aceite especial para su conservación. El mobiliario es de madera maciza, mesas grandes y toscas, imitando un estilo entre viejo y antiguo. Varias veces pasó Liando por esa calle a lo largo de su dilatada existencia, pero nunca había entrado en ninguno de esos locales.

Los camareros, casi podría decirse de etiqueta, atendían a la clientela con una clase que se podría denominar como muy cercana al alto standing. Tomaron comanda a nuestros amigos. El cabrero estaba en su salsa, paseaba una y otra vez la vista por los muros y rincones, reconocía en algunos de los detalles, las antiguas cuadras de caballería, huecos, argollas y “chivatos” de varios tipos. Daba sus explicaciones a su modo y forma, de lo que él se imaginaba que pudo haber sido aquello tiempo atrás, solo inteligibles en su totalidad por Faustino, aunque no por ello menos interesantes para el resto de la compaña. Pedida la comanda a uno de los camareros, posiblemente el jefe de salón, no tardó en aparecer otro de ellos con una botella de vino especial de la casa, sirvió una copa de tan selecta “sangre de toro” a Faustino, el hermanísimo tomó un sorbo, lo saboreó y asintió con un gesto de afirmación al camarero, que presto sirvió una copa al resto de los comensales, se retiraba botella en mano cuando Liando  le requiso:

—¡Andevás zagal con la botellica! tráila, no te la lleves hombre ¿que prisa tiés? si aun no sa gastao. Déjala ahíneso, que le demos feniquito nosotros si eso.

El camarero, asombrado dirigió la mirada a Faustino con los ojos como platos.

—Je je je... ¡Si, por favor! —dijo Faustino al sirviente, al tiempo que le tocaba el brazo como signo de disculpa entrevelada.

            Atendido el deseo de Liando, el camarero se retiró.

—¡Liando, leches!¡eres como un crío!... ja ja ja.

—¡A ver si va ser que no vas a pagala entera, hombre! —respondió el cabrero con risita picarona— ¡el que no llora no mama! ¡cagondiola! que desnataos sois los capetalizaos... je je je.

—¡Diga que sí, Liando! —apostilló Julia.

—Más razón que un santo tiene el tío —reforzando Higinio—, que cada gota que sudes en vino te vuelva.

—¡Andanda! ¡que jodío! ¡Si te tiés dominao el refranero también! ¡hala mi sobrinico!.

Entre tanto, Rogelia se partía de risa y no acertaba a decir nada.

—Pero no pasa nada ¿no? —preguntó Liando.

—No, tranquilo tío, una copa o dos hemos ganado, pero no pasa nada.

—¿Y eso?

—En este mesón y en algún otro más, es costumbre darte a probar el vino que te han sugerido o tú has pedido, la cata. Cuando lo pruebas, si te ha gustado, se lo sirven al resto y te traen una botella nueva.

—¡Ah, bueno! pos más vale que no sobre, porque si no a ver como me la llevo —respondió Liando con risa burlona—, aunque no sé yo pa la bota, a este no la tengo yo acostumbrá, igual me se resiente.

—Bueno Liando y Paca ¿cómo está? que no nos has dicho nada —preguntó Rogelia.

—Pos ahí va la probe, con sus cosicas de mayor, tan pronto me cojea de la derecha que de la izquierda, que me se encoge o me se estira... Vamos pa ancianicos y ya ve menos que oye, la probe, pero bueno, de momento sace sola, aunque ya por poco va selo, que el uno y el otro bajando vamos en facultá y a poco ya, pronto tendremos que bajar en jolgorio, pero bueno, tirando. Y a vosotros ya sus veo, tan guapos y resalaos como la última vez... ja ja ja.

—¡Bah tío! tampoco hace tanto de eso, total... desde el verano pasado.

Apareció uno de los camareros con un aperitivo de los de la casa, al abuelico se le abrieron unos ojos como los faros de un Pegaso y frotándose las manos le dijo:

—Ahí te visto, templao, no te diría yo que no repitamos, que eso es de lo que da tanto placer como ansia beber ¿que te ha paecío?

Les habían servido una ración de pimientos de Padrón, si, eso... de los que unos pican y otros non, estos como rayos todos, del primero al último. Y así fue que Liando fue dando buena cuenta de los “que le tocaban”, el ya iba controlando lo que iba consumiendo, por aquello de no quedar mal, pero no se resistió a pedir otra ración más. Cada pimientillo que el cabrero se metía entre pecho y espalda iba acompañado de su trago de vino correspondiente, de manera que, al finalizar la segunda ración, al camarero no le quedó más remedio que reponer de nuevo la botella, que se había quedado más seca que los fondos de Bankia y otra más para el segundo plato. Liando estaba feliz como un niño un seis de Enero, comió a placer y bebió también con mucho más que placer.

—Asao como este solo he conocío el del Juanito, cuando da la horná y eso una vez al año en la fiesta, va a ser cosa datender también los sorteos extraurdinarios alguna vez más al año... je je je  ¿no os paice?

—Hombre, la verdad, el asado estaba exquisito —replicaba Faustino—, pero hay más sitios por aquí donde lo hacen tan bueno como este y mucho más barato.

—Pero sin tanto lujo, claro —apuntó Rogelia.

—Bueno, más que lujoso, típico y característico y la diferencia es lo que le hace aún más caro —Apostilló Higinio —, pero llevas razón papá, a dos calles de aquí, en casa Martín está riquísimo y pagas la mitad.

—Si, lo conozco —Asintió Faustino—, es verdad.

—Pues hala, no se hable más, pa la próxima, pallá que vamos... je je

Cuando acabaron los cafés salieron en busca del coche para volver a casa, no era muy seguro seguir por allí, de calle en calle con esa cantidad de dinero en lotería encima, circunstancia esta de la seguridad que se confirmaba cuando, queriendo rodear la Plaza Mayor por las calles adyacentes y subiendo hacia el Mercado de la Cebada, vieron como una señora de ya madura edad sufría el ataque de un “tironero” que le arrebató el bolso, tirándola al suelo sin contemplaciones.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡al ladrón! —gritaba la señora—, ¡Al ladrón!.

El tironero salió corriendo de tal suerte que lo hacía en dirección a nuestros amigos, calle abajo y sorteando a saltos cuantos transeúntes se iba encontrando. Liando se dio cuenta de lo que ocurría desde el primer momento y de tal suerte también que el vejete pasaba por una tienda de souvenirs. La tienda suele tener entre todo el género expuesto a la puerta un bastonero, con un surtido de entre ocho y diez unidades. El cabrero no se lo pensó ni un solo segundo, tomó uno de los bastones a la velocidad de un relámpago, como quien desenfunda un sable y de un brinco se plantó en el centro de la calle, justo en la trayectoria de huida del ladronzuelo. Cuando este llegó a la altura de Liando, el viejo con gran habilidad y al tiempo que gritaba “¡Toma ya!” Le cruzó el bastón entre las piernas, el “chorizo” tras dar una impresionante voltereta en el aire, frenó su impulso clavando sus incisivos en la bota de un viandante semigótico que, escondido tras una larga melena, parapetado detrás de unas grandes gafas de sol y envuelto en una larga gabardina de cuero negro, con todo el “poderío” que como pudo aún consiguió sacar de su alámbrico cuerpo, gritó:

            —¡Ostia! —al sentir la inmensa fuerza mandibular del delincuente en su pie.

—¡La madre que te parió, Liando! —gritó Faustino.

—¡Pues es la mesma que a ti ta traío después! —respondió Liando— … je je je.

—¡Es Mario, Mario Vaquerizo! —se oyó gritar por ahí a alguien, refiriéndose al extraño personaje de negro.

Levantando al cielo el medio bastón que aún le quedaba en la mano gritaba el cabrero:

—¡Ya sa enterao ese quien es el tío Laparda!

            Se acercó al caído ladronzuelo y agachándose en una postura casi imposible, diríase que doblando el espinazo casi a escuadra, le dijo con la voz un poco “arrastrada”:

—¿Es que aún no ta enseñao tu madre a atate los cordones de las alpargatas? ¿no has visto peazo insustanciao, lo que pué pasate?

El delincuente apenas podía balbucear su respuesta, mientras el hombre de negro, agarrándole por el pelo tiraba de él intentando  desclavarle de su bota:

—¡Fifofufa!...

Cada cual traduzca la respuesta como pueda, quiera o se le ocurra.

Higinio y Rogelia recogían entre tanto los restos de bastón que por allí quedaban y fueron a entregárselos al vendedor de souvenirs.

—¡Cuánto lo siento señor! —se disculpaba Rogelia—, díganos lo que vale esto, oiga, y se lo pagamos sin problemas, ¡perdone usted, por favor!

—No se disculpe señora, más siento no habérselo roto yo al imbécil ese del ladrón en las costillas, no tiene que pagar nada, es nuestra aportación al acto de heroísmo del tío ese, que de no ser por él...

            —El tío ese es mi cuñado, por eso le digo, señor.

            —Nada nada nada, me descubro ante él, ya iba siendo hora de que alguien diera un escarmiento a estos idiotas, que cada día hay más, diga a su cuñado que se pase ahora por aquí ¡por favor!

Faustino había salido disparado a recoger a Liando antes de que la liara aún más, cuando se volvieron al oír la voz de la señora agredida:

—¡Señor, Señor, espere por favor!

            Según llamaba a nuestros amigos, alguien le hacía entrega a la pobre mujer de su bolso recuperado, se acercaron a la señora, ella les agradecía vehementemente la ayuda recibida entre las lágrimas propias del susto y las de alegría por recuperar su bolso. Nuestros amigos restaban importancia al hecho para que la señora se calmase cuanto antes. Faustino tenía cogido a Liando por el brazo y se lo llevaba hasta el grupo familiar.

—¡Mira Liando! yo no se ya que hacer contigo, si reírme o llorar, pero lo tuyo es que no está en los escritos ¡coño!

—Ja ja ja... —reía el cabrero— ¿Y lo bien que recorto en silueta?

—Tú ves mucha televisión y llevas una tajada que no te tienes —le reprendía Faustino.

—¡Quiá, que va!, es que hay que cumplir con la cosa la ceudadanía.

—¡Y una leche! cualquier día te encierran ¡por Dios! ¡joder!  ¡que ya tienes una edad, hombre!

—Oye...—dijo Rogelia a Faustino—, que el de la tienda ha dicho que lleves a tu hermano, no se que querrá.

—¡Bueno!, lo que faltaba... ¡ya verás!

—¡Amos! —dijo Liando—, en fin ¡que sea lo que Dios quiera!... si eso.

Higinio y Julia no salían de su asombro.

—Higi, tu tío es un héroe, cari. Ese hombre, el día que falte, más que reposar en una tumba, deberían de llevarle a algún museo... ¿no?

—¡Julia, por favor!, déjate de bromas y a ver si podemos salir de aquí cuanto antes, que como al quinqui ese le dé por poner denuncia, va a ser mi tío al final el que pague los platos rotos... ¡Que barbaridad, que personaje!.

Liando escuchaba al dueño de la tienda:

—Mire usted buen hombre, hay que tener valor para hacer lo que usted ha hecho.

            —¡Mucho vino en la barriga! —pensaba Faustino para sus adentros.

—No ha sío na, mire usté, la concencia ma mandao... —se justificaba Liando.

—Y la mía me dice que tiene usted que escoger de aquí los dos bastones que más le gusten porque se los regala la casa, como recuerdo de su acto de valentía. Este barrio pide salvaguardas como Usted y no actos de delincuencia impunes, que al final es lo que tenemos que aguantar a diario. Es un placer para nosotros poder ofrecérselos.

—Y pa mí recibilo aún más placer y conocele a usté también, oiga.

—Muchas gracias caballero, un placer —respondió Faustino al comerciante.

Volvieron donde se encontraba el resto de la familia y Faustino les apresuró:

—Pero... ¿nos podemos ir ya de una puñetera vez? Al final acabamos mal ¡coño¡ ¡vamos apretando el paso y al coche! ¡Que tardecita por favor! ¡que habré hecho yo para merecer esto! —se quejaba Faustino.

            Los demás se iban riendo a carcajadas. Pasado el susto replicaban a Faustino:

—¡Anda ya, cascarrabias! ja ja ja... ¡Ojala todo el mundo reaccionara igual! ¿No has visto que todos lo han agradecido?¡no seas rancio!

            —¡Bah, no¡ —dijo Faustino—, si al final tendré que daros la razón como siempre, en fin...

            Luego sonrió y arrancó él también con una carcajada mientras veía como Liando caminaba orgulloso “fardando” con uno de los bastones que le habían regalado. 

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