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Una pelea en la taberna

 

Liando sirvió licor a todos y mientras le daban finiquito a los dulces, Venancio le explicaba algunas de las cosas que más tarde, con tiempo, podrían hacerse para mejorar la casa. Paquita contaba a su madre cómo le gustaría tener algunos animales en la casa, un perro, alguna gallina, alguna cabra… se empezaba a sentir también un poco granjera. Después recorrieron la casa viendo habitaciones, granero, establo… todo.

—Mañana padre, cuando haya subío de trabajar, si te paice nos venimos pacá, después de comer, y miramos algo de lo que nosotros mesmos podamos hacele —dijo Liando.

—¡Pues páiceme a mi, que tú no tas fijao bien, zagal!

—¿En que no me fijao, padre?

—¿Has visto la cocinica con tos sus trastos, las camas hechas y to limpio?... y en la despensa tiés la comía pa pasar unos días.

—¿Comía?, eso yo no lo he visto.

—¡Pues en diciéndotelo yo!, es que habela haila. ¿Y no has visto el fogón encendío?

—¡Hombre, si!, supongo que lo has encendío pa este rato, que la casa fría tendría que estalo, y el Faustinico bueno del to no está.

—¡Qiá!, encendío va quedase, y esta noche vais a pasala aquí, como tié que ser. Y ya pués subite a dormir a casa que no voy abrite, eso por ti, y la llave de la Tomasa la tengo bien guardá y esto por ti, Frasquita. Así que daros por presos en la casa, en esta, y no tengáis prisa en dormíos que ya está to hablao con el Genaro, que me pasao esta mañana a la centralilla pa pasale recao, ya le dicho que con tanto meneo trastos y recién operao, mañana no estarías tú pa trabajos… je je je.

—¿Trastos, padre?, pero ¿qué más hay que traer?

—¿Traer?, ¡na hijo!, pero el trasto está pa movelo, que no habiendo movimiento, el Faustinico se quea de “guarin” ¿mas entendío bien?

—¡Sí padre, si, joer!, ¿es que piensas morite ya, o que?

—¡No hombre, no, quiá, quita quita!, tocaemos maera—respondía Venancio tocándose la cabeza.

—Y tú padre ¿también tiés movimiento de trastos hoy?, paice que te empeñas tanto…

—Se hace lo que se pué, hijo… je je je.

—Pues ves pensando en casate con la Tomasa y no tardando, que en nosotros ya están acostumbraos por aquí, pero sé de buena tinta que a la Tomasa la andan molestando.

—¿Cómo?

—¡Que si padre, que no tas enterao!, y mejor así, ella tampoco ta dicho na pa no hacete sentite mal, pero ya se está cansando y cualquier día va a explotase.

—Pero  ¿me quiés decir de una vez que pasa?

—¡Coño!, pues que hay quien le tira los trastos, questá de muy bien ver en toavía, y en no habiendo casorio, alguno que aún no sa aprendío la ley del pueblo, anda molestando, y además que lo atao bien atao está, y en habiendo casorio na se pierde, ya sabes.

—¡Pues no tardando, hijo!, que eneso ya andábamos, pero si es eneso que pasa eso…

—¡Vamos a dejalo ahí padre!, y ya está, que en pasando, ya la Tomasa es mucha Tomasa pa sacudise al moscardón, que además, miá, yo mesmo ya le di un toque anteayer a solas y paice que le vi en desposición de dejala tranquila ¿estamos?

—¡Bah, estamos! ¡Pero ya me conoces!

En ese momento hacía su aparición Tomasa en la estancia donde se encontraban padre e hijo. Entró diciendo:

—¡Bueno, ámonos parriba!, que hay que hacer aún el cesto ropa que tién que bajase estos, casi mejor que se vengan y aluego, después de la cena, que se bajen.

—¡Mejor así, si!, y a la que te bajes, zagal, bájate la bicicleta que yo ya no creo que vaya a usala y en dejándote la rodilla, ahí la tiés pa acudir a la finca que tardarás menos. Esa pierna ya no ha de quedate pa muchas caminatas.

—¡Buen recuerdo me dejaron los pardos, si!, pues venga, que así sea.

—Pero ya te digo, ¡date por encerrao!, si no sales luego he de echate yo a la calle… je je je.

—¡Ay Señor! —exclamaba Liando—, cría padres pa esto.

Paquita, echada en la cama con las manos cruzadas bajo su nuca y mirando al techo recordaba así, emocionada, aquel día de estreno. Sin volver la vista decía a Liando:

—Así la vimos por primera vez cabrero, nuestra casa, desde entonces hasta hoy.

Al no obtener respuesta, Paquita se volvió hacia su marido, él se había quedado profundamente dormido y a punto de emitir su primer ronquido. Paca se dijo para sí: “si es que tiene que estar cansaíco a más no poder, espero que todo esto no le traiga consecuencias”. Le dio un beso en la frente, le cubrió y tomó posición para buscar también ella el sueño. La mujer del cabrero, esperando su “modorra” no podía evitar seguir pensando en aquel día  “también, si antes se lo dice al Venancio, antes ocurre ¡que casualidades tiene la vida!... je je je”, y efectivamente, así fue. Aquella noche las mujeres prepararon la ropa y ellos fueron quienes hicieron cena, mientras hablaban de la posibilidad de que el hijo pudiese dedicarse a negocio propio, mejor que trabajar para un jefe. 

Cuando terminaron de cenar y con tiempo aún para hacerlo, padre e hijo decidieron acercarse a la taberna para tomarse algo a la salud de la nueva vida de las parejas. Entraron a la taberna y pidieron un par de copillas de Orujo, de ese tan bueno que el tabernero traía en secreto de algún sitio. En la taberna se encontraban buena parte de los hombres que en aquel tiempo vivían en el pueblo.

—¿Amos a sentanos?—preguntó Venancio a su hijo.

—¡Venga padre, que aún hay tiempo!

Daban el primer sorbo cuando al tiempo aparecía Felipe por la puerta.

—¡Felipe, Felipe! —le llamaba Liando.

—¡Hombre cabrero! ¿dónde te habías metio que no te he visto hoy?

—Con la familia, que hemos de inos ya hoy a la casa, a la nueva.

—¡Ah coño, pues ya me invitareis!, ¡buenas noches, tío Venancio!

—¡Buenas noches hijo! —respondió el mayor de los cabreros.

—Sabes que a ti no hay que decite na, granuja, que bajándote ahí tiés tu casa… je je ja—respondía Liando—, ¡anda, séntate ahíneso, que algo pué traete el Perico!

Diciendo esto, entraban Paquita y Tomasa a la taberna, pues no quedaba vino para que la pareja pudiese llevarse a su casa. Madre e hija pensaron en ir a comprarlo. Se disponía a llamarlas Liando en ese momento, cuando la voz de alguien que quizá con el humo del tabaco y la poca luz de la taberna, no se había percatado de la presencia de los cabreros.

—¡Ole! ¡el mejor cuerpo de la comarca!, que no le haría yo a ese huerto con tan buena herramienta ¡ea! ¡vente pacá, que voy hacete reina de mi castillo! ¡coño!

—¡Ostia, la Tomasa! —exclamó Felipe.

Venancio se puso en pie en décimas de segundo, Liando detrás. El cabrero mayor, lentamente, pero con paso firme y seguro se dirigió al lugar de donde partió la voz, diciendo en voz alta y con la intención de que le oyeran todos:

—¡Coño, el Calzones!, miá que no podía ser otro ¡cagondiola! ¡ahí lo tiés al medio hombre este!

Venancio se quitó la chaqueta como el que se espanta una mosca, su hijo iba detrás de él, le cogió el brazo con la intención de detenerle, y éste le soltó bruscamente diciendo:

—¡Déjame!

—¡No padre, déjamelo a mí!

—¡Que te calles, coño!

—¡Que no padre, que con una media guantá me sobra pa descuajeringalo!

—¿Vas a decímelo a mí?, pues por eso mesmo zagal, ese placer tié que ser pa tu padre.

Venancio llegó donde se encontraba el “Calzones”, este no sabía a ciencia cierta que Tomasa y Venancio tenían tanta relación, era relativamente nuevo en el pueblo, solterón de oro y un poco borrachín.

—¡Levántate Calzones! ¡si es que debajo dellos aún te cuelgan los cojones!

—Pero ¿qué te pasa cabrero? ¿también a ti te gusta ese peazo mujer, la Tomasa?... je je je. ¡Tranquilo, hombre! que pa repartinos aún tié la moza mucha encarnaúra—respondía el Calzones al tiempo que se levantaba.

—¿Tú qué has dicho que ibas hacele a ese huerto, desgraciao?

—¡Coño! ¡regalo pa que dé buena huerta!

El puño de Venancio voló como un mazo cortando el aire, impactando de lleno en el mentón del Calzones, con fuerza suficiente como para hacerle caer de espaldas sobre la mesa a la que estaba sentado. Caía como un edificio en una voladura, como un avión derribado, su caída era la de una tonelada de plomo descolgándose por un viaducto. Parte de la mesa salío disparada hecha astillas, estrellando una de sus patas en una ventana, de la que alguno de sus cristales llegó a aparecer días más tarde, clavado en la lona del carro del tío Quintanillas, el buhonero.

El Calzones apenas podía incorporarse. Su aspecto era el de un recién venido a sí de una anestesia pasada de dosis, como pasada iba la carga de adrenalina del “mandao” de Venancio. Por la comisura de sus labios dejaba escapar un hilillo de sangre, su boca asemejaba el interior de un pimiento asado. Las mujeres no salían de su asombro, el que, en el caso de Tomasa, iba tornándose rápidamente en rabia.

El Calzones, una vez incorporado, hizo ademán de querer devolver el regalo a Venancio, quien, pensando que con aquello había sido suficiente, ya se había dado la vuelta para volver a su sitio. La intención del derribado y creído portador de la hipotética herramienta que podría regar el huerto de Tomasa, era abalanzarse sobre la espalda del cabrero mayor, pero al hacerlo, Liando reaccionó y se disponía a hacerle un nuevo “regalito” semejante al anterior al “calzonado boca ancha”, cuando fue empujado por Felipe, que prefirió hacérselo él de su propia cosecha. El Calzones de nuevo volvía a rodar por los suelos, llevándose consigo sillas, mesas, vasos y botellas. Felipe le recogió tomándolo por el cuello de la chaqueta y lo estampó contra el mostrador y se pasó al otro lado. En la taberna se hizo un silencio absoluto, tétrico, sepulcral…

—¡Déjame Perico! —dijo Felipe al hijo del tabernero.

Felipe tomó una botella, luego un vaso, lo llenó de aguardiente hasta el mismo borde, eligió el licor más fuerte que allí había y cogiendo por la pechera de la camisa al Calzones, le dijo:

—¡Hasta la última gota, de un trago! ¡vamos!

El Calzones, viendo que Felipe era un yunque en potencia que le podría volver a caer encima, le dio un buen trago, mostrando una cara de sufrimiento que impresionaba. El escozor que le producía la bebida en la perjudicada boca que entre Venancio y el propio Felipe le habían dejado, era insufrible.

—¡Es pa desinfectar! ¿sabes? ¡Venga, termínalo!

Cuando lo hizo, Jacinto fue el siguiente en cogerle por el cuello de la chaqueta y acompañarle a la puerta, donde el propio Calzones, pudo confirmar en su trasero el número de calzado que Jacinto gastaba en sus botas. Dentro, en el mostrador, se encontraban Venancio, Liando, Felipe y las dos mujeres. Los tres hombres se miraron y tras un gesto de confirmación del mayor de los cabreros, los dos más jóvenes tomaron a las mujeres por la cintura y las sentaron en la barra. Seguidamente, padre e hijo se subieron encima y de pie sobre el propio mostrador, dijo Venancio a los que allí se encontraban:

 

            —¡Señores!, va pa la segunda vez que tengo que defendelo el honor de la mi familia, un día, deso no hace tanto, el de la mi nuera y hoy el de la mi mujer. ¡Sí, el de mi mujer!, a ver si se os quea grabao ¡la segunda y la última! La próxima vez, el que tenga arreos pa volver a molestalas, tendrá que escoger entre desterrase o ise pal patio los callaos ¿estamos? ¿tiés algo que decir, hijo?

—¡Sí!, que yo no tendré tanta pacencia, padre.

Mientras padre e hijo bajaban del mostrador, Felipe lo hizo con las dos mujeres.

—¡Gracias Felipe! —agradeció Venancio.

—¿Gracias? ¡venga ya!, un placer haber ayudao a los mejores pililas que han pisao esta tierra, mis mejores amigos.

—¡Tú también fuiste bueno en lo tuyo, Felipe! —añadía Liando—, acuérdate zagal, que cuando yo o la Paca no estábamos el premio fue siempre pa ti, muy bueno chico, no lo olvides.

—¡Oye, lo dicho!, me considero invitao, ya bajaré, te lo aseguro.

—Eso sí que va a ser un placer… je je je.

—¡Perico!, dile a tu padre que le mando el carpintero—dijo Venancio al hijo del tabernero.

—¡Ni te se ocurra, tío Venancio!, en el patio hay dos mesas que al final van a pudrise ahí, mañana meto una pa dentro ¡bah, tranquilo!

—Mañana te pago to.

—Pagao está, como la otra vez. La casa también tié que poner su granico de arena, Venancio.

—¡Gracias zagal!, tiés que contáselo a tu padre… je je je, le gustará el sabelo.

—¡Con Dios familia! —les despedía el tabernero.

—¡Con Dios Perico!, ¡y buenas noches a tos!

—¡Buenas noches familia! —respondieron todos.

Cuando salieron de la taberna, lo hicieron con Felipe que les acompañó hasta casa.

—Liando, te lo dije, no se puede ser tan blando ¡coño! —decía Felipe al cabrero—, el otro día ya teníamos que haberle dao otro de estos avisos.

—¿Y a mí por quécoño no me se ha dicho na? ¿eh?—preguntó Venancio.

—Pues porque no ha hecho falta, padre ¿vale? ¡ya está!

—¡Coño! ¿y esto? ¿no había hecho falta?... ¡por que se ha ío calentico el Calzones!

—¡Por que sa cruzao!, si no, esto ya se hubiese arreglao, que pa eso me sobro—respondió Liando a su padre.

—¡Antes Liando, antes! —repitió Felipe.

—¡Bueno! ¡basta ya! ¡sacabó la cosa!, que ese ya no vuelve a molestame, así que vamos, quel probe crío está solo—exclamó Tomasa.

Dicho esto, la madre de Paquita se volvió hacia Felipe y sonriéndole le dijo en voz baja:

—¡Cómo repartes! ¿no zagal?

Felipe se rió y todos le acompañaron esa risa.

—Y tú ¿qué?—dijo Liando a Paquita—, te lo pasas bien ¿eh?

Paca se le acercó y le dijo al oído:

—¡Como un mono en un platanal, zagal!

La familia, con Felipe, y tras un corto paseo nocturno a la luz de la luna, llegó a casa.

—¡Oye Felipe!, un último cafecico ¿tace?

—¡Bueno, mucha prisa no tengo!, sea.

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