top of page

De cómo se conocieron Liando y Paquita

—¡Despierta hijo, amos, despierta! —oía el chico entre sueños, como un eco que se iba acercando — ¡amos, despierta perezoso!

Era una voz de mujer, el chico abrió los ojos.

—¿Qué hora es, madre?

—Las siete ya están dando, levanta, que ya tu padre ta dejao recao.

El pequeño Liando se levantó, se acercó hasta el fogón y tomó entre sus manos, protegidas con sendos trapos viejos, un puchero que Agustina mantenía con agua caliente, echó la cantidad justa en la palangana y de la tinaja repuso la necesaria para templar el agua. Agustina era la madre de Liando, ella le estaba preparando un tazón de leche de cabra, manchado con aquella extraña mezcla de achicoria y malta. Después de asearse, el joven aprendiz de pastor se sentó a la mesa, tomó un trozo de pan y lo desmigó sobre el tazón.

—¿Y cuál es ese recao, madre?

—Tu padre ha salío hace un rato a ver si había algo en los cepos, sa llevao la escopeta, así que de suponer es que vuelva tarde de la majá. Ma dicho que te cojas los animales y te los subas al Ribazo, que ya va siendo la hora de que vengan comíos de natural, y aluego te los bajas a la vega pa que beban del arroyo, que él se pasa por allí a la vuelta. Y no vayas a quedate en el Ribazo, que allí el pasto está mu seco y tién que beber los animales ¿más oío bien?

—¡Bien la he oío madre! ¡como diga usté!

—Llévate solo los pequeños, que aluego tu padre se hará los otros.

Los animales que refería Agustina eran un grupito de cabras de muy poco tiempo, apenas destetadas y que iban a salir al pasto por primera vez. Eran seis cabezas nuevas en el rebaño. Venancio había salido aún de madrugada en busca de alguna pieza que, por suerte para él y su familia, hubiese caído en los cepos y lazos que tenía repartidos por el monte del Espino. No era una familia pudiente, ni mucho menos, vivían de los huertos, de la caza furtiva o legal según la temporada y del rebaño de cabras que poco a poco, habían ido consiguiendo. Venancio, el padre de Liando, tenía mucha “mano” para el queso, le salía bueno, muy bueno y era producto conocido, el suyo, en toda la comarca.

—Madre  ¿me llevo a la Rufa?

—¡Si, claro! llévatela que ya es sabío que pa la caza no vale, pero pal rebaño no hay otra.

Rufa era una perra ya mediana de edad, que conocía las faenas del pastoreo con los gestos y las voces de su amo como ningún otro perro en toda la zona.

Terminó el chaval su tazón de pan “migao”, se echó al hombro su zurroncillo, una especie de alforja que Agustina le había hecho a la medida, a partir de uno de los sacos deteriorados de los que usaban para la cebada.

—Remétete la camisa hijo, y no te desvíes del camino que tu padre ta marcao, no vaya a ser que, por una tontería de na, no vaya encontrate.

—¡Pierda usté cuidao madre, Adiós!

—¡Adiós Liando —Respondía Agustina mientras se secaba las manos en el delantal, viendo como marchaba su hijo en busca de las cabrillas.

Venancio había estado preparando al chico desde hacía poco tiempo para confiarle algunas labores de pastoreo, en la medida que su edad, tan sólo nueve años, y las pocas horas de escuela que podían recibir los cuatro o cinco niños del pueblo le dejasen. El maestro ya estaba mayor y a punto de jubilarse, siempre subía andando y no siempre podía, desde el pueblo de Villavieja hasta el Villar de los Conejos, una distancia de unos siete kilómetros. De camino al Ribazo, Liando se encontró con su hermano Ambrosio que venía de vuelta, como cada jornada, de su trabajo de turno de noche en la fábrica de tornillería de Villavieja. La camioneta de reparto de la leche siempre le dejaba en el mismo sitio, en el alto y el resto del camino a casa, que no era mucho, lo hacía a pie.

—Ya te ha dao el padre comienzo por lo que veo, Liando... je je je.

—Ya pues velo hermano, me voy pal Ribazo y aluego a la vega ¡que descanses!

—Andate con ojo pájaro, no vayas a perdete por ahí, y ya sabes, mira pa la parte dande sale el sol y por ahí se llega a casa.

—¡Vale, que no va olvidáseme!

El día se presentaba muy caluroso, al igual que lo que llevaban de verano. Muy pronto comenzaban a cantar los pajarillos, luego las chicharras y por las noches los grillos. Aquello, y aún hoy, es una sinfonía de sonido campestre, un arco iris de notas musicales en una partitura compuesta por muchos autores; aves, insectos, el viento moviéndose entre las hojas de los árboles, aunque este verano lo hacía en muy pocas ocasiones; el piar fugaz de una golondrina en pleno vuelo, también el de los aviones y vencejos, el graznido del cuervo, el de la urraca, el canto del gallo y, como no, en aquél tiempo, el aullido del lobo en el alto cuando la tarde caía hasta casi la alborada.

De frente, la Riba o el Ribazo, como se le llama en el pueblo, más adelante, al otro lado, se encuentra la vega con el arroyo en el centro, en realidad, tiene más de río que de arroyo, y en primavera trae crecido el caudal por el deshielo de la sierra. Al fondo se veía a los muleros con el primer viaje de mies descansando en la fuentecilla, eran los acarreadores y mozos que la traían a la era para la trilla. En el mes de julio comienza la siega. Antiguamente eran labores bastante duras por el calor de ese mes y por lo duro del trabajo. Cuadrillas de segadores venían del noroeste y de otros lugares como Extremadura. La mayor parte provenían de Galicia. Los jornaleros llegaban caminando, mal alimentados y durmiendo en las casillas de los peones camineros, el viaje duraba unos quince días, y lo hacían para trabajar en los campos de cereal que rodeaban a Madrid. De madrugada, cuando todavía no ha amanecido, el campo huele a paja recién cortada.

Un pitillo, un apretón a la bota y camino de nuevo y así el día entero; el día, otro día y otro más... hasta terminar con el último brazado de siega. Y a la vuelta, en cada viaje... repuestos, una hoz nueva, una zoqueta, un saco, sombreros, botijos o aperos, de todo lo que hiciese falta para no perder el tiempo ya que el temor a una tormenta siempre estaba presente, no era la primera vez que un mal rayo o un chispero diera al traste con la jornada y lo que quedase de siega, incluso un fuerte aguacero que dejase la cosecha en deshecho. Tras la siega y el acarreo de los muleros seguía la trilla, que era una operación que consistía en quebrantar la mies haciendo pasar unas trillas o trillos movidos por mulas o borricos, con el fin de separar la paja del grano. Una trilla es un tablón con pedazos de pedernal o cuchillas de acero en su parte inferior. Los trillos llevaban unos discos que iban girando y efectuando el corte

No tardaría mucho Liando en aprender a moverse en faenas meramente agrícolas. Era vida de pueblo y se tenía por costumbre, mientras la faena propia lo permitiere, ayudarse unos a otros con lo que se terciase, sobre todo en cosecha, un trabajo que una vez empezado ha de hacerse sin pausa por las razones expuestas. Hoy en día, lo que a ese puñado de hombres les costaba una semana de siega, una cosechadora lo realiza en tan sólo unas horas, sin problema de ningún tipo. Después de trillar se procedía a ablentar o aventar. Esta operación se podía realizar de dos maneras, una de ellas era lanzando la paja hacia arriba con orcas aprovechando el viento que se llevaba más lejos la paja que el grano, con lo que se lograba separarlo, y la otra consistía en hacerlo mediante una ablentadora, en la que haciendo girar unas aspas mediante una manivela, se conseguía crear una corriente de aire que separaba el grano de la paja.

Ya casi en el alto, el pastorcillo volvió la vista hacia la carretera, no reconocía el ruido de un vehículo que se aproximaba, extraño porque el chico, de tan pocos que por allí circulaban, los conocía todos. Se acercaba una camioneta cargada con mudanza, podía verse asomar en ella algún colchón de lana, algún mueble y algunos utillajes también de labrador, algunas orcas, aventadores, algún barril... Se quedó esperando que pasaran por una curva que, por debajo de él, quedaba a pocos metros. Y tras la camioneta un coche, en el que se suponía venían los dueños de todo aquello. Al pasar los vehículos, Liando comprobó que en la camioneta, junto al conductor venía un viejo, y  en el coche, además del chófer, una mujer y una niña de edad aproximada a la del chaval, entre ocho y nueve años.

—A ver si aluego me entero.—pensó Liando.       

Una niña más en el pueblo, dos habría a partir de ahora entonces, porque el resto eran todos varones. Tener un compañero o compañera más de juegos siempre era motivo de celebración entre los jóvenes de sitios tan alejados  y reducidos, como el Villar de los Conejos. Liando se puso muy contento cuando comprobó que la comitiva, finalmente tomaba el desvío al Villar. Tomó entonces en brazos una de las cabrillas, la más pequeña, y acariciándole el pelaje dijo al animal:

—¿Sabes meona? a partir de ahora tendrás una amiga más.

Y esto sería así, porque de costumbre tenían los críos pasar algunos ratos en la cerrada jugando con los animales. El pastorcillo apretó el paso, quería llegar cuanto antes a la vega, como si así se le pasara el tiempo mas rápido. El chico besó a la cabritilla y la dejó de nuevo en el suelo, levantó los brazos al cielo y echó a correr gritando y riendo de la alegría que tal hecho le daba. Bajó hasta la vega y se acercó hasta la fuentecilla. Allí descansaba ya el segundo grupo de muleros.

—¡Eh chaval!, ¿un trago vino? miá que con esta calor te pué dar un algo.

—Es que si me ve el padre, me pué poner el culo como el manto la candelaria.

—Y llevará razón tu padre, zagal, perdona a éste por su atrevimiento —apuntaba otro mulero —,pero si quiés un poco de agua…¡toma!

El acarreador llevaba en la alforja del borriquillo de apoyo, una jarrita metálica de las que se utilizaban entonces, esas blancas con el típico desportillón que nunca faltaba, de los posibles golpes recibidos con tanto ajetreo. Se la llenó en la fuente y se la ofreció al cabrero.

—¿Tú eres del Villar, no chico? me sace que te visto por allí alguna vez.

—Si, dahí soy, el hijo pequeño del Venancio el cabrero.

—¡Dese mesmo! —apoyó Cecilio, otro de los muleros que también era del pueblo —de Venancio el cabrero, pero el pequeño por ahora, que ma llegao de oídas que ya tié la mujer palante, y contentos tién que estar, que después de la enfermedá de la Agustinica, ya pensaban que na de na.

—¿La madre del chico?

—¡Si claro! no se sabe de cencia qués lo que tuvo, pero casi se va —decía el mulero — tuvo las fiebres que le duraron meses, y en la cama acostá casi tol tiempo, pero ni el médico ni en la capetal, ande la llevó el ganaero, han sabío que le pasaba, que se le fue y ya está. Y na le ha quedao, al menos na que se le note ¡menos mal, la probecica! Y ahora, por buena de Dios o de la Virgen del Cesto, que sa quedao preñá, y ya van a por el tercero ¡o la primera, si sale hembra!¡Vete tú a sabelo que será si eso!

Liando arrugaba las cejas al oírle y se preguntaba que era aquello que el mulero decía, lo único que entendió fue que su madre estuvo en cama, de eso si se acordaba el muchacho. Del resto de lo que el acarreador había hablado no tenía nada claro. El chico, con habilidad sacó un pañuelo que llevaba, lo anudó por las cuatro esquinas y lo metió en la pocilla de la fuente, después lo escurrió y se lo colocó a modo de gorrilla. El sol ya apretaba, y tanto calor hacía, que a los que allí estaban el sudor les calaba las camisas como si las hubiesen mojado también en la fuente.

—Y a to esto… ¿tú que haces por aquí, Liando? —le preguntó el acarreador del relato.

—El padre la dejao recao a la madre pa que bajase las cabras de nuevas, a comer de natural y beber del arroyo, que dice que si en antes sacen solas, antes crecen pa dar leche.

—Razón no le falta al padre, y a ti, tan pequeño ¿ya te quié enseñar?

—Ja ja ja ja... —rieron el resto.

—Pa que también se haga solo cuanto antes —contestó uno de ellos.

—¡Bueno Cecilio! —dijo Liando al mulero del Villar—yo me voy pal arroyo pa dar de beber a la Meona, la Negra y la Malfollá, que así las llama mi padre a estas, y a esas otras que aún las tié sin nombrar. Aluego bajará el de la majá a buscame.

—¡Venga, arreando chaval! Y dile al Venancio que de parte el Cecilio, questa semana no suba a los lazos, que hay redá, que lo he oío en Villarejo, san movío los maquis y andan de paso por aquí, no vaya ser que los ceviles vean las trampas y los cepos y acabe preso tu padre y en la mazmorra ¿más oío bien, chico?

—¡Si!, questán los maquis y los ceviles, que deje las trampas quietas. En cuanto baje le doy recao ¡pierda usté cuidao, Cecilio!

—¡Eso es zagal!¡Venga, arrea granuja!

—¡Amos Rufa! ¡al río! —gritó a la perra.

Rufa dio cuatro ladridos a las cabrillas y las encaminó vereda abajo en dirección al agua fresca. Ya casi estaban llegando cuando oyó a lo lejos la voz del padre que le llamaba:

—¡Eh, Zagal!¿ande vas tan aprisa capitán?¡espera a tu padre, que ya voy pallá!

—Quieta Rufa, tráilas —la perra obedeció.

Liando esperó a Venancio y al llegar éste, dijo al chaval:

—Amos, que vengo ya arresollao y con la lengua al suelo.

Se asomaron al arroyo buscando acceso para las cabrillas. Cuando lo encontraron, se sentaron a la sombra de un chopo con los pies casi en el agua.

—¿Trae usté algo padre?

—Je je je...—rió Venancio —¡mira aquí, creatura!

Abrió una de las solapas del morralillo y liando pudo ver dentro tres conejos ya “descapotados”.

—¡Eh!¡No esta nada mal! ¿Verdá chico?

—¡Quiá padre, me tié usté que enseñar!

—Tendrás tiempo Liando, pero tú tiés que ser legal, questo cada día esta pior.

—¡Ah padre! que ma dicho el tío Cecilio que te estés to quieto esta semana, que san venío aquí los ceviles y los maquis les van a dar redá, a ver si los cogen con trampas.

—¿Los maquis a los ceviles?... ja ja ja ja —reía Venancio —¡ya ya!, bueno, te entiendo, habrá que hacelo y estase unos días de normal, ya me dirá el Cecilio que lan contao.

—¿Y lo que la madre va palante?, también lo decía el mulero.

—¡Coño con el Cecilio! ¡la boca que Dios la dao!, eso te lo cuente tu madre, que mejor has de entendelo hijo, que yo soy mal explicao, y ámonos arreando pal pueblo, que llevando la escopeta encima en el mes que estamos, aún podría, pero no con estos plomos, que no son pa los pájaros, son pa los lobos, los ciervos y los cochinos que bajen, y ahora no es tiempo deso, no vaya a salinos el sargento dalgún camino y a mí me coja preso o me de pal pelo.

Tomaron la vereda y se encaminaron a casa. A medio camino el chaval ya iba cansado. Desde que salieron del río Liando había hecho el camino más corriendo que andando, a pesar de que hacía un sol y un calor de justicia. Corría con las cabrillas, con Rufa y luego volvía, se retrasaba y de nuevo volvía a adelantar a Venancio como si de una carrera de potros se tratase.

            —¡Anda sube! —le dijo el padre.

Y a caballo se colocó el crío en los hombros de Venancio, quien con una mano sujetaba al niño por una de sus piernas y con la otra mano, la escopeta. El crío se le cogió al poco pelo que aún le quedaba como si fuese tomando la brida de un caballo.

—Padre, al pueblo ha venío un camión con trastos de mudar y un coche con gente.

—¿Ya?, el tío Juan, el de Ribalobas que hace un mes que ha venío a comprar casa, y miá, ya esta aquí. Aluego nos acercamos a saludale, a él y a su familia, pa cuando se levante tu hermano.

—Me lo he cruzao esta mañana, llevaba un sobre en la mano  y lo iba mirando ¿son las cartas, padre?

—¡Quiá!¡la cobranza hijo, la cobranza!

Ya casi llegando al pueblo se encontraron con Cecilio y el resto de muleros que volvían en busca de otra carga.

—¿Qué Venancio, habío suerte hoy?

—¡Vaya!, ¡algo traigo!

—Pues ten cuidao estos días, ya se lo he dejao dicho al zagal  pa que te avisara.

—Habrá que tenelo, y a ti quel Darriba te cuide el olfato, que de lengua ya te tié bien sobrao.

—¡Con Dios Venancio!

—¡Con El vayas mulero, y buen día pa tos!

Al entrar en el pueblo, Venancio desmontó la escopeta y se la entrego al chico junto con el morralillo, diciéndole:

—Llévate los animales y esto a casa, dile a tu madre que enseguía voy pallá.

—¡Voy padre! ¡Rufa vamos, pa casa!

Rufa, como siempre, obedeció y encaminó a las cabras a casa. Venancio se dirigió a la taberna que, por aquellos tiempos, no era sino el portal de una casa mínimamente acondicionado.

—¡Venga ese chato, Juan! —pidió al tabernero.

Juan le sirvió lo pedido y seguidamente le preguntó:

—¿Me tiés algo pa hoy?

—Dos pequeñas de pelo al lazo.

—¿no traes na más?

—Hoy no, no me sobra na, algo tendrán que llevase a la boca la Agustina y los chicos ¿no te paice?

—Bueno, voy a cogete los dos, ahora mando a la Lucía y ella misma te los paga, ¡Ah! y cuidao estos días quel sargento tié trabajo.

—Algo man dicho, pierde cuidao Juan.

—Miá Venancio, yo que tu lo dejaba pa la temporá y a fuego, que la cosa sestá poniendo jodía y tiés familia que cuidar, y en ahora, cuando tenga que parir la Agustina, más entoavía, si es que la probe….

—¡Coño!, ¿no va podelo? ¿tu también lo sabes?

—¡Hombre Venancio! ¿No voy a sabelo?, yo y tol pueblo, ¡si tiés a la Agustina que paice que sa tragao un melón enterico sin masticalo si quiera!... je je je.

—¡No exageres, coño!

—Y no te tiés que guardar tanto, hombre, que paice que no fuera tuyo, como que esas cosas no han de tenese en secreto, tendrá que notase, ¡amos, es un hablar!

—Siesque, según andamos Juan, van a pensar estos del pueblo que lo nuestro es vicio, que casi con las bocas que tengo pa llenalas ya no pueo y eso si que tié que notase, más que la tripa la Agustina, miá, y ahora va venime otra más y en pior momento no pué hacelo ¡Así mubiesen capao como a los guarros,  cagondiola!

—¡Bah! Tú estate tranquilo que dalguna manera tiés que tirar palante, además… el mayor algo habrá de ayudate, ¡digo yo!

—Solo en la agostá, Juan, y tengo que guárdalo porque quiero mandalo a los estudios, a los estudios o a lo que haya de terciase, pero a la capetal, aquí no hay na más que polvo, mierda, miseria, sudor y mala vida, pués velo tu mesmo.

—Pues tu verás lo que tiés que hacer, pero pierde cuidao que en el pueblo no se comenta na malo, demás desgracia tuvo la probe con lo que tuvo y miá, que si las preñao, no es pa sumale más tragedia, sino pa celebralo, qués to lo contrario. Los hijos son bendición del cielo que manda el Darriba, como decía mi padre que en la más alta las glorias lo tenga, ”los hijos son bendiciones, lo demás cojones”, ¿que más te tié que dar? ¡no tencazurres Venancio!

—Si tiés to la razón Juan, otra cosa no voy a decite.

—Pos ya sabes, tú tranquilo y vete pallá, que ya te estará esperando la Agustina, y a la Lucía ya te la mando ahora mesmo.

—Pos dime que te doy, lo mío y lo del golfo el Cecilio, que cuando suba de segundas tiés que decile que le invitao yo, él ya sabe...

—¡Quiá! que no me debes na Venancio, hombre, hoy invita la casa.

—¡Con Dios queden, señores! —se despedía Venancio de los presentes —¡y que haya buen día pa tos!

—¡Con Dios cabrero! —Respondieron  al pastor.

—¡Y ándate con ojo! quel campo va estar mu verde —le dijo alguien en la puerta de la taberna, en referencia al color del uniforme de la Guardia Civil.

Se entretuvo el hombre camino a casa con Andrés, el marchante, un tratante de casi todo tipo de comercio que, muy de tarde en tarde, se pasaba por el pueblo a ver si caía algo.

—¿Pa cuándo tiés que volver Andrés?...

—Échale que ya... más bien para nochebuena será, eso si la carretera esta buena, que hay mucho pueblo, cabrero, y yo ya no estoy para muchos trotes ¿Quieres alguna cosa?

—Hombre, si pa tan largo has de echala… bueno, súbeme acero del fino pa los conejos, unas diez o doce vueltas, no más, que páiceme a mi que va a estar la cosa de retiro en na y menos, pero bueno, de más no ha de estar, y monición del doce, miá ver si pués echame un par de paquetes del cinco, otros dos del siete y tres o cuatro del diez pa los pájaros. ¡Ah, espera! y dos de postas, de las acerás, si te paice.

—Pues te diría que está hecho, aunque no me atrevo a asegurarte nada, desde hace un tiempo voy algo más a lo grande para no moverme tanto, que para viejo voy ya, pero si para ti es ¡hecho está, sea! de no venir, yo te lo hago yo llegar, así que no me des ahora dinero, mejor cuando te llegue el pedido.

—¡Como quieras Andrés! algo tengo por si has de necesitalo.

—Nada, nada y tira tranquilo ¿eh?

—¡Mil gracias, tratante!

—No hay de que, oye, ¿y cómo está la mujer? me han dicho que la tienes preñá...

—Bien, está mu bien pa lo que se esperaba después de lo suyo... ¡Gracias Andrés!, ahora le digo que te visto.

—Hacéis bien, que aún sois jóvenes, y ya ves como se está quedando el pueblo, sin nada y sin nadie.  ¡Ah, y oye!, lo que os haga falta contad con el Andrés, el de Guadalajara.

—Contigo contaría si ha de haceme falta, pierde cuidao, que de to se sale... je je je ¡y gracias una vez más!

—¡No hay de que darlas, Hasta la vuelta cabrero!

—¡Hasta la vuelta hombre, lleva cuidao!

Se despidieron los dos hombres y Venancio marchó a casa. Se disponía a empujar la puerta cuando oyó a Agustina cuchichear por lo bajo con Lucía, que hacía poco había llegado en busca de los conejos. Se quedó parado en la entrada y escuchando con atención:

—Si es que tengo mis miedos, Lucía, y después... ¿qué va pasar? Mucho hombre es mi Venancio y está en edá. Y de según se pone, cuando se pone, ¿quién pué decile que no?, y en poniéndose, ya sabes tú que en gusto y placentería hay también pa la mujer como pal hombre, o más si te tié bien encajá. que si hay descuido no es de uno, culpa tién los dos, porque si a unos les gusta de cabalgar, a toas nos gusta que nos cabalguen.

—Si, si mujer, pero tiés que saber que a la mitá la faena, lo pués descabalgar, con un empujón que le des, le dices que te desmonte y te deje afuera el mandao.

—Y a ti ¿te paice fácil Lucía? fría mujer te veo, páiceme a mi, que dos ma hecho de antes, otro que me viene tres, y hasta ocho tuvo mi madre la probe, que en la más alta gloria la tenga el Darriba, y ya pués velo tú ¡qué futuro siendo cabreros!

Oyendo esto entró Venancio diciendo:

—Pos a ti, Lucía, bordao te tié que salir, que aún no has tenío na y miá que te gusta dale de comer al conejo, pues tira, que como mucho descabalgues, vas a llevate a la fosa to las herencias que a los hijos habrías de dejale, que pa parilos te quea lo justico, ¡eso si no has aburrío ya al jinete que tié que montate!

—Bueno,—respondió Lucía —, que dos me llevo, aquí tiés el pago Agustina ¡y cuídate!

Venancio acompañó a Lucía a la puerta, ésta se giró y viendo que la mujer del cabrero iba hacia la despensa, se acercó a Venancio, diciéndole muy bajito y al oído:

—¡Ya me dieras tú a mi montura Venancio! habría de darte tal galope que no ibas a bajate de la silla en to la noche ¡hombretón!

—Tú no cambias ni de casá, ¿cómo pués decime eso en mi propia casa? ¿no tan enseñao a guardar un pudor? ¡Lucía, coño! Que esa que tiés ahí es la mi mujer, la Agustina y esta la su casa, ¡por Dios!

—¿Acaso lo pensastes eso cuando teniéndola a ella en la finca, era a mi a la que te ponías debajo? ¿ahora me vienes con remilgos? ¡Anda ya!

—Que lo pasao pasao está, Lucía, y to lo que tié que estar en su sitio tié que estalo, que páiceme a mí que tú si que aún estás descolocá. Aburrío me tiés ya de decite que lo que tengo pa dar, cogío está to por la Agustina, ¡que pa eso pasé el casorio como Dios manda! Atiende al tu marío que pa eso lo tiés, que eres mujer casá y tiés que paecelo, no un zorrón de verbena. ¡Adiós Lucía! —terminaba Venancio.

—¡Hasta cuando tú quieras! que con pedímelo na voy a negate, ya lo sabes ¡guapo!

—¡Que cruz señor, que cruz y que clavario! —resignado susurró el cabrero.

Hubo un tiempo en el que Lucía estuvo interesada por el cabrero, antes de que éste conociese a Agustina. La mujer de Venancio y madre de Liando procedía de una aldea cercana, de Ribera de los Mansos. Venancio la conoció en una feria de ganado, fue algo así como un flechazo, el cabrero era mucho hombre y con mucha presencia para la época y lugar. De jovencito era bastante educado  y correcto en las formas con las mujeres. Después de la feria acudió varias veces a la aldea para ver a su Agustina, y la vio, ¡vaya que si la vio!, del todo. Era tanta la potencia del cabrero dándolo todo y tanto daba, que les dio miedo a ellos mismos de que tanta energía y tanta abundancia, de no hacer algo, enraizara y así se descubriese por sí misma de forma natural. Decidieron entonces poner el remedio necesario a aquella irrefrenable incontinencia casándose a los pocos meses de conocerse, algo inhabitual para la época. Justo en el límite haciendo cuentas, vino Ambrosio, el hijo mayor de la pareja, y no supieron decir ellos mismos, si fruto del antes o después de la ceremonia religiosa en la ermita del Cirio Blanco, porque aquello era un no parar, sin tregua ni descanso, era su actividad principal y luego, de vez en cuando hablaban. Y así pasaron años, Venancio estaba más al día del color de las enaguas de su mujer que de la ropa de calle que utilizaba. Sólo se daban descanso cuando su “cálculo natural” así se lo aconsejaba. Pero antes, en tanto Venancio “cerraba tratos” con Agustina, Lucía tiraba insistentemente los trastos al cabrero, los dos vivían en el mismo pueblo, y en multitud de ocasiones, de la insistencia venía la incontinencia que, cuando para Lucía significaba un paso más, para Venancio no iba más allá de un mero entrenamiento, daba más uso a esa “herramienta” que a la del propio trabajo.

—¿y el chico andestá?—preguntó Venancio.

—Al corral, pa cerrar los bichos —respondió Ambrosio que ya se había levantado.

—¿Y el queso del último cuajo?

—Ya lo ha desmoldao la madre.

—Bueno, mejor—afirmaba Venancio —que ya sa venío el Juan, el de Ribalobas, a ver si vamos a saludale y a recibile como Dios manda, que del pueblo desciende y es como si del pueblo fuera.

—¿Ha venido a quedase? —preguntó Ambrosio — traían camioneta y trastos, que con la que han armao en pasando y la ruidera el trasiego, ni media hora he dormío, padre.

—Miá zagal, questo pa ti no es vía, trabajar la noche y la mañana dormila ¿ande sa visto eso?

—En la ciudá, que lo hacen algunos de normal, padre.

—Habrá que ver como arreglamos la cosa pa que te busques futuro, que aquí, como te dicho en antes, ni hay vía ni va habela teniendo la capetal, como quien dice, a dos leguas y una patá, así es que al estudio o al trabajo, pero de trabajo normal, que pa eso te guardao los cuartos que tiés ganaos en la frábica.

—Algo deso te quiero contar padre, aluego en un ratico nos ponemos al caso, en la comía si eso.

—¡Venga pues! ya me dirás lo que tengas que decime. Ahora vamos acercanos por si hay que ayudales. ¡Llama al Liando y andando!

Se fueron los tres a casa de Juan, allí estaban el propio Juan, su hija Tomasa y su nieta Francisca, a la que llamaban Paquita o también Frasquita, según los casos. Todo estaba ya prácticamente descargado, solo a falta de colocar los enseres en su lugar de destino.

Juan descendía del Villar de los Conejos. Su padre, que era de allí, se trasladó a Ribalobas a trabajar como empleado en una ganadería. Allí nació Juan, el abuelo de Paca, un hombre muy conocedor de todo lo concerniente al ganado vacuno. Venancio había conocido a parte de la familia de Juan, la que se quedó en el pueblo, ahora ya desaparecida. Juan Cabrillo Temprano era el nombre completo del recién llegado, su hija Tomasa Cabrillo Pulido perdió a su madre cuando sólo tenía seis años, Frasquita no pudo conocer a su abuela.

—Juan, ¿ya de fijo? —preguntaba Venancio.

—¡Ya estamos, ya hemos venío! —Respondió el abuelo.

—Venga ¿ande le echamos esa mano?

—Ahora no hace falta, ya lo iremos ajustando que poco hay y la comida tié que estar al caer, pero si tace un vinico vamos a buscalo a la tasca, quel día está pa refrescalo.

—¡Venga, sea y andando!¡que pa luego es tarde!

—¡Aquí sus queáis rapaces! y a ver si podís echar una mano.

—Ya nos queamos, padre —respondieron los chicos a Venancio.

Venancio y Juan marcharon por ese vino. Ambrosio y Liando dieron comienzo a su faena a pesar de la desgana de Juan por ir colocando trastos. Ellos, con la complacencia de Tomasa, aliviarían en algo el trabajo. Ocurrió que subido uno de los colchones a la planta superior y una vez colocado sobre el jergón, apareció la niña como la luz de un relámpago, que se tiró de sopetón sobre el propio colchón, como quien se lanza a una piscina en plancha. Los dos hermanos se miraron muy extrañados por la actitud de la niña, ella se sentó en la cama y les dijo:

—Aquí voy a dormir yo, lo ha dicho mi madre, que pa mi es este cuarto.

—¡Ah! —respondieron los chicos al unísono, por decir algo.

Liando se quedó mirando a la niña con cara de sorpresa, ni siquiera podría haberse hecho una idea en su imaginación, de cómo podía ser que hubiese un cabello tan rubio, tan rizado y tan sedoso como el de Paca. No acertaba a decir palabra. La niña se dio cuenta de que el chaval se había quedado bloqueado y le dijo:

—Me llamo Paquita, pero mi madre y el abuelo, a veces me llaman Frasquita, tú también pués llamame así, ¿quiés ser mi amigo?

El cabrero no daba crédito a lo que estaba viviendo, cómo alguien que no conocía de nada, le ofrecía amistad en las dos o tres primeras frases que le dirigía. Ensimismado, no acertaba a dar respuesta a la niña. Ambrosio le dio un leve codazo diciéndole:

—¡Amos, que estás alelao!¡dile algo!

—¡Ah, sí sí, claro! me llamo Liando, Liando Laparda, luego si quiés vengo a buscate y tenseño mis cabrillas y mi perra, la Rufa, y tenseño también a tirar con el tirachinas, si tace.

—¡Y yo me llamo Ambrosio!, somos hermanos —dijo el mayor.

—Me gustan los animales del campo —dijo ella.

—¿Lo habrá dicho por ti? —preguntó en voz baja Liando a su hermano.

—¡Anda, arrea!¡no vaya date un sopapo! —le respondió Ambrosio.

Tomasa había estado deshaciendo los atillos de ropa, sacaba algún que otro vestido y demás trapos de los baúles, cuando vio bajar a los chicos.

—Le decís a vuestra madre que mañana puedo vela en el lavaero, si baja ella. Le decís que la Tomasa tié que bajar por la mañana, cuando se ponga a arreciar el sol.

—Se lo decimos señá Tomasa, pierda usté cuidao.

—Aluego la siesta vengo, —dijo Liando a Tomasa — pa estar un ratico con la Paquita, pa contale las cosas del pueblo y enseñale los animales, si a usté le paice bien.

—Bien me paice criaturica, y tiés que cuidala bien, que aquí solo tié a su madre y su abuelo.

—No ha de tener usté cuidao —respondió Ambrosio —quel Liando, aunque es pequeño entoavía, tié grande la caeza  y buen sentimiento, con él la chica esta segura.

—¡Venga pues, chicos! y buen provecho tengáis, que la madre estará esperando.

—¡Adiós señá Tomasa!

—¡Adiós chicos, ir con cuidao!

—¿Tas fijao, Ambrosio? tié el pelo tan clarico que paice que lo tié blanco.

—Si, es guapa la niña, ¡ya verás los zánganos del pueblo! Ya pués cuidala bien si quiés que sea tu amiga, que esos son mu bestias y ya sabes lo que ha pasao con la Vicentina.

Entraron en casa al mismo tiempo que Venancio, que por calle opuesta llegaba. Agustina les estaba esperando con la mesa puesta y lista para servirla. Ese día se comía un pollo que, recién salido del horno, olía a gloria bendita y ensalada con hortalizas del tiempo.

—¡Vaya mano que tiés pa los gallinos Agustinica, hija!,  vaya mano que tiés pa to lo de comer! Alárgate el vino Ambrosio y trae el pan pacá, que hoy tos tenemos que hablar y no es cosa de estar levantándose de la mesa a ca momento.

Se sentaron todos a la mesa, que no era muy normal, pues cuando Agustina terminaba de servir y después de retirar y volver a acercar las viandas, a la velocidad que en esa casa se comía, cuando ella quería empezar, los demás ya habían casi acabado.

—Vamos a ver Zagal ¿tacuerdas de lo que en antes te decía? de lo de mandate a la capetal, hombre.

—¡Claro que macuerdo, padre!

Venancio tomó la botella de vino, sirvió a Agustina su vaso, se sirvió el suyo y tras un momento de duda, con gran sorpresa para todos, sirvió medio vaso al mayor, a Ambrosio. Se hizo silencio absoluto mientras duró aquel ritual. Venancio depositó la botella en la mesa, todos le miraban muy extrañados, incluso el propio Ambrosio.

—¡Bebe conmigo! —le dijo el padre.

El chico no reaccionaba.

—¡Que bebas te dicho, hombre!¡va!

Ambrosio se echó un trago sin retirar la mirada de los ojos de Venancio, y el padre, del mismo modo que lo hacía el hijo, lo hizo él. Así, con la mirada clavada el uno en el otro y apoyando los vasos sobre la mesa, Venancio se dispuso a entablar conversación, diciendo a su hijo:

—Ya eres un hombre Ambrosio, de la caeza a los pies, así que lo que te dicho en antes, de seguir así... de futuro tiés na y menos. Yo he pensao en mandate a Madrí, a la capetal, con lo que has cogío en la frábica, al menos tiés pa una temporá, que to te lo he guardao pa que puedas marchate y valete hasta que de alguna forma, podamos mandate o te valgas tú solico si es que en trabajo te metes. Va ser bueno que en acabá la temporá de la frábica, vayas pensándote lo que quiés hacer, al menos hasta que tengas que ite ala mili, que aquí ya has visto lo que hay... solo mierda y miserias y na que a ti, que eres joven te merezca el pasalo.

—Miá Padre, que yo también lo he pensao, pero más que la capital... he oío de un amigo de la frábica que hay currelo fuera, pasá la frontera, en Francia y en la Alemania esa de los alemanes, de albañil o jornalero o en frábicas de paratos letrónicos pa los almacenes y cosas así.

—¿Y que quiés? ¿ marchate pallá lejos?

—Padre, que si voy pallá un tiempo y hago dinerico, aunque no sea mucho, bien podré mandaos una parte, que a poco que vaya siéndolo, aún con lo mío que me pueda quedar, va ser más de lo que de la capetal pueda mandaos. Y no va ser pa to la vía, que aluego ya vengo y con lo que tenga ganao y lo que en la capital magoste, pa vivir ya se verá, y si he de podelo, pallá os llevo y os quito de la miseria.

—Con que te valieras tu solo nos ha de valer, pero bueno... tu mismamente has de velo, que yo na más puedo hacer, que me dejo el empellejo en el campo con los animales, luego el jornal de la siega, cuando puedo ime con ellos, los quesos que tu madre y yo podemos sacale a las cabras, las matanzas, cuando hay que ise a sacrificar, y to no da más que pa vivir como lo ves ¿cómo quiés velo esto? sin futuro pa pensar que aluego va venir mejor y el presente mal vivío que nos trae cada sol que sale.

—Venancio...—intervino Agustina —tiés que deciles a los chicos lo que nos viene, que ya va siendo tiempo... qués mejor que daquí salga a que tengan que oílo en la calle...

—¿Qué nos viene, padre?—preguntó Liando.

El chico estaba completamente perdido, casi todo le sonaba a nuevo.

—Nos viene otro chiquillo, otro Laparda o hembra a lo mejor, chicos, queso no se sabe. Si ahora semos cuatro y así nos va, llenar una boca más va suponer más trabajo, más esforzao pa tu padre y pa tu madre también y el día tié las horas que tié, en alguna cosa habrá que pensar. Muy pequeño eres ahora pa trabajar, aunque ya estas empezando, tendrás que echame una mano y en cuanto hayan parío más cabras y el corral saga más grande, va tener que ser de partilo en dos trabajos, el de casa y el del campo. Igual tiés que ite alguna vez con el reparto la leche, en la camioneta del Antonio, y alguna cosa más que ya te iré diciendo. Y entre  esto que te cuento, ya hablaré con el maestro pa ver de que forma sigues con lo que tiés que seguir en la escuela ¡ya veremos!

—Lo que haga falta padre, que a un Laparda, como tenía dicho el abuelo, no lan de faltar arrestos  pa tirar palante con lo que sea, y entre tos juntos hacemos muchas manos pa lo que sea menester.

—¿Que viene otro crío dices?—preguntó Ambrosio — ¿y eso de lo de la madre?

—Eso ya sa pasao, tu madre es como una piedra, más dura que mi propia caeza, con eso te lo digo to

—Pues razón me das con ello padre, con la buena nueva, pa cumplir con to lo que acabo de decite, mucha falta nos va hacer, que to lo que entre cuanto más sea, más nos tié que ayudar.

—¡Pues sea, hijo! ¡y que tengas mucha suerte!

—Eso espero padre y tu madre también, que contentos si que estamos, más que unas pascuas y esto es pa celebralo, que no es más que alegría pa la casa.

Pasada comida y siesta cada cual se dedicó a lo suyo. Venancio preparando los útiles para la próxima quesada, Agustina a sus zurcidos. Ambrosio partió al cruce, donde le recogería su compañero de la fábrica y Liando marchó en busca de Paquita, o Frasquita, que así le llamaban, como así se dijo.

—¡Hola Frasquita! —saludó el cabrerillo a la niña, que se encontraba sentada en el poyato de la puerta.

—¡Hola Liando! ¿vienes a jugar conmigo?

—¡Claro, somos amigos! ¿no?

—¡Si, ya te lo he preguntao en antes!

Liando miraba su pelo una y otra vez, la niña se daba cuenta de que eso era algo que a nuestro amigo le atraía de una forma muy especial.

—Es mi color ¿sabes? No lo llevo pintao...ji ji ji.

Liando se  echó a reír, ella lo hizo también.

—¡Vamos Frasquita! —dijo el cabrerillo de El Villar, y los dos echaron a correr calle abajo como alma que lleva el diablo, no pararon hasta llegar al corral donde estaban las pequeñas cabrillas. Abrió la puerta de la valla y dio un largo silbido. Rufa despertó de su letargo siestero y como si de un resorte se tratase, se puso en pie, dio tres o cuatro ladridos y las cabrillas salieron por la puerta delante de la perrita.

—¡Padre! —gritó el chiquillo — ¡nos bajamos pa la Ribera!

—¡Ten tus cuidaos zagal! —le respondió una voz salida de algún rincón de la casa — ¡y miá bien ande beben las fieras!... je je je ¡no vayas a entretenete!

Los dos críos se alejaron. Ella blusón de una pieza a media pierna y zapatos de hebilla con calcetín corto. Él pantalón corto, gorrilla de paño fino, botas aún en el verano y tirachinas en el bolsillo. Pasaron la tarde jugando al “te cojo y no puedo”, al corro con Rufa, practicando con el tirachinas, juego en el que más tarde, Paquita era la número uno y descubriendo los tesoros del cabrero, que eran piedras de colores que Liando escondía en algunos agujeros de la Ribera; yesos, basaltos, sílices, piritas y otros minerales. Parecían los “Heidi y Pedro” del cuento. Caía la tarde, el sol ya se iba escondiendo y emprendieron el camino de retorno a casa.

—¡Liando! ¡Liando! ¡despierta! ¡amos amos! ¡despierta!

Liando oyó que le llamaban, primero un sonido hueco que se iba acercando, una voz de mujer joven que se aproximaba como un eco para transformarse luego a seco el sonido y envejecida la voz.

—¡Amos que ya es hora!

            Liando notó como algo le golpeaba con suavidad en la pierna, era una de las muletas con la que Paca intentaba despertarle de su profundo sueño.

—¡Frasquita Frasquita, el perro, el perro!¡coge al abuelo!¡Frasquita, el perro!

—¡Pero que perro ni que niño muerto! a perro te va saber la carne si no vienes ya, que sestá pasando y los chicos te esperan ¡que son las tres ya!

El cabrero abrió los ojos y vio a Paca, comprendió que todo había sido un sueño y sonrió a su mujer.

—¡Que guapa estabas jodía! con tu pelo de limón... je je je.

—Tú también estabas muy guapo cabrero, pero el vino se enrancia  y la carne de estropajos te se va a quear si no tandas con prisa.

Se levantó el cabrero, tomó a Paca por el brazo y se encaminaron al salón. Liando iba diciendo a su mujer:

—Miá Paca, he visto al padre, a tu madre, al abuelo...

Liando recordó en sueños cómo conoció a Paca, su primer día, recordó a su padre, a su hermano mayor, a su madre y a la familia de la mujer que más ha querido en su vida. Fue este sueño, su comienzo con ella. Se preguntará el lector, como de la misma forma lo hace quien lo relata, cuánto de cierto habrá en él, y cuánto la mente de Liando habrá puesto de relleno. Pues imaginemos que así fue, como lo fue en realidad, aunque haya algún detalle incierto que, no por que quizá en la realidad no hayan ocurrido y haberlo puesto el subconsciente del cabrero en su sueño, pudo haberse añadido por que lo que sí es... es que es natural, como lo era la propia vida de los que intervinieron.

 

 

DESCARGAR TEXTO.

ESCUCHAR Y DESCARGAR AUDIO.

 

Haciendo click sobre la foto accedemos al audio del fragmento.

  • Facebook Classic
  • Twitter Classic
  • c-youtube

Síguenos

bottom of page